Uno de los efectos secundarios de la exposición excesiva a la tecnología es la pérdida de tolerancia al error. Es cierto que esta intolerancia se venía ya instalando progresivamente en las sociedades modernas como consecuencia de la tecnificación y de la especialización. En el ámbito profesional y político resulta llamativa. Sencillamente, el error no se admite, no entra dentro de las posibilidades de actuación, por lo que las demandas de responsabilidad se multiplican. La consecuencia es evidente: si no se admite el error, se repudia el ser humano. Naturalmente, me estoy refiriendo al error involuntario, no a la impericia negligente.

Existe un derecho al error, un derecho a equivocarse, a hacer las cosas mal, a meter la pata: un derecho, en fin de cuentas, a ser humano.

Cuando este derecho se desconoce, se cultiva una falta de sinceridad, muchas veces clandestina, furtiva, que consiste en intentar ocultar nuestros propios errores, no sea que los demás vayan a pensar que los cometemos. ¿Cuánto tiempo hace que no leen un email de un abogado a su cliente o de un médico a su paciente admitiendo un error? Si reconocerlo ya cuesta, ponerlo por escrito es un suicidio profesional. El destino final de este camino es un cierto artificio en las relaciones personales que desemboca en la falta de autenticidad.

Pues bien, uno de los grandes problemas de la tecnología es que difícilmente admite el error. Es mucho más probable que nos hayamos equivocado nosotros que lo haya hecho ella. Otro grave problema es que no tiene iniciativa personal ni carácter propio. Como no es persona, no tiene personalidad y es incapaz de oponerse a nuestros deseos.

Nuestros hijos viven cada día, y en algunos casos durante varias horas, esta experiencia de una relación unilateral en la que ellos mandan y la pantalla obedece. Una relación en la que uno solo da y otro solo recibe, y no cualquier cosa ni en cualquier momento, sino exactamente lo que pide y con inmediatez: una película, un juego, una respuesta, una imagen…

Si no estamos atentos y no limitamos de alguna manera esta exposición, si no la contrarrestamos con otras actividades más humanizadas o no nos esforzamos en desarrollar en nuestros hijos un espíritu sanamente crítico, irán configurando su personalidad en la intolerancia y la impaciencia.

Otra consecuencia evidente es la huida del esfuerzo y la omisión del respeto. Toda relación humana exige un esfuerzo de respeto, de adaptación al otro. Hay una tensión, porque el otro es real y se resiste a ser un títere de nuestro deseo. La pantalla, en cambio, no ofrece resistencia.

Y quien rehuye ese esfuerzo de adaptación al otro pierde por el camino la capacidad de compromiso. Acostumbrados a que la tecnología y las cosas se ajusten constantemente a ellos, nuestros hijos corren el riesgo de hacerse incapaces, ineptos para el amor, que requiere necesariamente olvido de sí y entrega al otro. Quieren, pero no pueden, o no saben. Por eso, muchos de ellos no se atreven a comprometerse en una relación de amor duradero y leal, capaz de afrontar el reto de una vida, de abrirse a la generación de nuevos seres y de mantenerse en la relación a pesar de los desengaños, errores y dificultades. El amor no admite espontáneos. Para amar a los demás hay que entrenarse continua y duramente. No bastan los ‘memes’ y los ‘youtubes’ cursis y lacrimosos, no sirven los ‘bloggers’ y las ‘influencers’. Y si uno no está dispuesto a negarse, es mejor que siga amándose a sí mismo y a las cosas que le rodean y siga viviendo esa quimera engañosa y, a la larga, lastimosamente feliz del propio yo.

Explica Séneca en De la Ira que un abogado romano llamado Celio estaba cenando con un cliente suyo que le iba dando la razón a todo lo que decía, hasta que no pudo más y le increpó: ¡llévame la contraria en algo de una vez para que podamos ser dos!

Un buen reto para nosotros como padres: que nuestros hijos vivan una biografía humanizada, que sean más tiempo dos que uno solo consigo mismo.

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