Una de las áreas más inestables y menos abordadas de la relación matrimonial es la de las expectativas, que son, como se intuye, las esperanzas puestas en que algo suceda o se consiga. Es muy poco probable que, ante una vivencia determinada, marido y mujer tengan las mismas expectativas. En consecuencia, es también raro que el grado de satisfacción o de frustración tras esa experiencia sea el mismo. Veámoslo con un ejemplo.

Un matrimonio lleva tiempo intentando hacer una escapada romántica. Hace años que no lo consiguen y, ¡por fin!, él le ha dado la sorpresa: regalo de aniversario. Han colocado los niños, encontrado el tiempo y el lugar. Todo está dispuesto. Al final, solo ha podido ser una noche, pero no importa, será más que suficiente.

Salen en coche hacia un hotelito en la costa ‘con encanto’. Vencido el primer amago de añoranza de los niños por parte de ella, llegan al hotel. Y es, ciertamente, ‘encantador’. Hace un día precioso. El sol se está poniendo y salen a dar un paseo por la playa. A ella le encanta la naturaleza y él lo sabe. Después de cenar en un chiringuito moderno y acogedor, se estiran en la playa a la caza de estrellas fugaces.

Es ya la una de la madrugada y deciden retirarse al hotel. La habitación está limpia y cuidada. Mientras ella se va cambiando, él descubre la cama, apaga la indiscreta luz del techo y la espera. Ella llega y le suelta: “¡Uy, la una y media ya, qué tarde es! Cariño, tenemos que dormirnos enseguida, que mañana me gustaría levantarme pronto para ver la salida del sol… ¡Dicen que se pueden avistar delfines a esa hora!”

Él, intentando no mostrar decepción alguna, contesta: “Claro, cariño, como tú quieras. Es tu fin de semana”. Y, por dentro, se dice a sí mismo: “¡La próxima escapada romántica la hago con un reportero del National Geographic!”

Cuando frustraciones como esta se repiten a menudo en un matrimonio, se va generando, en uno o en ambos cónyuges, una desilusión que, al principio, no parece de importancia y se va superando con entrega, elegancia y elevación de miras, pero, con el tiempo, va, poco a poco, socavando la relación.

Uno de los problemas de las expectativas es que, en ocasiones, ni nosotros mismos las tenemos identificadas. Nunca hemos pensado en ello detenidamente. ¿Qué espero yo de mi mujer o de mi marido cuando vamos a casa de mis padres, cuando debato con nuestros amigos delante de ella o él, cuando le comunico un éxito o fracaso profesional, cuando los niños se pelean o cuando llegamos a casa cargados y cansados después de un fin de semana agotador?

Otra dificultad en el manejo de las expectativas es que no las damos a conocer suficientemente. A veces, por descuido: ¿le he dicho a mi marido que me encanta que me llame a media mañana sin otra razón que escuchar mi voz, como me dijo una vez hace siete años?  Otras veces, porque pensamos, erróneamente, que él o ella discurren de la misma manera que nosotros y, como nos quieren tanto, van a hacer todo tal y como lo hemos pensado, sin decírselo, claro. “Seguro que mañana, por mi cumpleaños, me regalará aquel pañuelo color burdeos que le enseñé hace cinco meses en El Corte Inglés cuando él buscaba, afanado, una mancha de bicicleta para poder salir con sus amigos que le estaban esperando en la calle” [aclaración: para un hombre estándar, con menos píxeles oculares que su mujer, ‘burdeos’ no es un color, es un vino].

Peor sería que nuestra mujer o nuestro marido no nos comunicara sus expectativas porque no se atreviese, porque temiera, por ejemplo, nuestra reacción agresiva, irónica, cínica o de desprecio.

Se acerca el verano y, quién más quién menos, todos nos vamos haciendo nuestras ilusiones y vamos teniendo determinadas expectativas. Eso es bueno, pero mejor es contrastarlas con nuestro cónyuge e intentar lograr un adecuado equilibrio para que todos podamos disfrutar de verdad del merecido descanso.

Y, después, vale la pena trasladar esa costumbre al día a día de nuestra relación. El agua que se estanca se acaba pudriendo. En nuestro matrimonio no puede haber agua encharcada ni corrientes subterráneas. Ha de ser agua viva, que fluya franca, abierta y permanentemente.

La conclusión es sencilla: nuestro cónyuge quiere amarnos como a nosotros nos gusta ser amados, pero, a veces, no sabe cómo. ¡Ayudémosle!

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