Normalmente, en mi casa prefieren que yo no vaya a comprar porque soy un consumidor bastante ingenuo y los vendedores expertos me suelen colocar todo lo que quieren. Se ha dado el caso de ir con un encargo específico y volver con varias cosas y sin el encargo que tenía. Cosas de la vida.

Tampoco soy muy dado a recordar las tiendas. Mis hijos aún se ríen de cuando, en el Paseo de Gracia de Barcelona, pregunté por una librería a la que estaba seguro de haber ido unos meses antes y nos dijeron que había cerrado unos diez años atrás.

Pero llegó el temido momento de las compras, y fui. No solo, claro. Con mi mujer, y ahí ya cambia todo. Si lo sabes enfocar, es un momento matrimonial de alta intensidad. No deja de admirarme la habilidad que tiene para saber qué hay que comprar y cómo hacerlo. A ella no parece abrumarle, como a mí, la concentración de reclamos para la vista, el oído y el olfato que supone entrar en unos grandes almacenes. El efecto parálisis que a mí me invade no parece generarse en ella.

De todos modos, este año he salido triunfante. Y hasta me lo he pasado bien. Pensaba que no tenía ninguna aptitud -la actitud sí procuro ponerla- y he encontrado una especialización que se me da francamente bien: hacer colas.

Al principio, cuando para ganar tiempo mi mujer me mandó a la primera cola mientras ella acababa de comprar, me puse un poco nervioso porque temía llegar a las cajas sin que ella terminara las compras y, entonces, tener que volver al final. Pero una señora de delante me transmitió el know how: puedes llegar a la caja y dejar que pasen los de detrás mientras esperas a tu cónyuge. Es reglamentario. Se lo agradecí enormemente y me dio mucha paz.

A partir de ahí, la tarde de compras resultó una maravilla. En lugar de ir detrás de mi mujer como un zombi, ella iba comprando y yo me ponía en la cola. La esperaba, pagábamos y a otra cosa mariposa.

Una cola puede ser muy divertida si no tienes prisa y vences la tentación de mirar el móvil. Y te permite hacer descubrimientos muy interesantes. Por ejemplo, a la segunda cola que hice, extraje ya una conclusión irrebatible: en las colas no hay machismo. Ningún cajero o cajera pensó en darle la bolsa con la compra a mi mujer. A pesar de que me veían a mí cargado y a ella libre, todos, sin excepción, me la dieron a mí. Lo cual yo agradecía, porque era un reconocimiento de mi especialización en hacer colas, que incluye recibir las bolsas y cargarlas.

Otro aprendizaje interesante son las mil formas de colarse. A mí, claro, no me hacía falta porque mi tarea consistía precisamente en hacer la cola y sería un contrasentido especializarse en hacer colas y luego no hacerlas, pero los consumidores multitarea, que no habían llegado a mi grado de especialización, preferían intentar colarse. No todos, algunos. Por mi corta experiencia, he de decir que las mujeres son más hábiles e imaginativas en este menester. A veces, algunas conocen a alguna de las cajeras, le hacen un signo, salen de la cola con disimulo, como quien ha olvidado algo, y se acercan por el lado. Yo me limitaba a mirarlas con descaro, sonriendo y sin decir nada, para que supieran que a mí, como buen especialista en hacer colas, no me importaba, pero noté que ellas no estaban cómodas al sentirse observadas.

Otro descubrimiento que hice en mi nuevo quehacer es que los hombres tienen más caspa que las mujeres y, por lo general, se les cae más el pelo por la espalda. Y que las canas se pueden ver desde dos o tres posiciones más atrás.

Tuve muchos más aprendizajes, pero no quiero aburriros y terminaré con el de los regalos colistas, que los expertos en marketing colocan en el trayecto de la cola o en el mostrador para que nos distraigamos los especialistas en colas, supongo, porque todos los demás están mirando el móvil. Mi experiencia es que es mejor ignorarlos. Antes de ser experto en colas, con los nervios de no saber cómo distraerme, terminaba comprando decenas de pilas que luego acababan caducando.

Y, por supuesto, en las colas también pude encontrar tiempo para meterme en mi interior y espiritualizar un poco el día de los Reyes Magos, reflexionando sobre los auténticos regalos que estos enigmáticos personajes habían llevado a Jesús. No los materiales, el oro, el incienso y la mirra, sino los personales: la dedicación de muchos años de su vida a estudiar la mejor manera de llegar hasta Él; el abandono de sus cómodos palacios para hacerse, de alguna manera, pobres con Él y emprender un largo viaje con grandes incomodidades; el estar a su lado cuando solo ellos y los pastores le reconocieron, etc.

En fin, que los Reyes Magos os traigan a todos todo lo que pedís y, sobre todo, aquello que no pedís pero ellos saben que os conviene y os hará más felices.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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