Hace un par de horas ha nacido Tomás, nuestro primer nieto. Me habían avisado: “ya verás, ¡es otra dimensión!” Cuando Alejandra nos ha dicho este mediodía que llevaba desde las tres de la madrugada con contracciones, he empezado a ponerme nervioso. No acababa de entender por qué no me llamaba después de cada contracción.

A Fran, mi yerno, le había dado instrucciones precisas: “sobre todo, llámame en cuanto empiecen las contracciones, que te iré diciendo lo que tienes que hacer”. Y nada. Tampoco me ha llamado.

He disimulado, claro. Y me he contenido. No he llamado cada dos minutos, como me pedía el corazón. Como quien no quiere la cosa, de vez en cuando, con indisimulada serenidad, le he preguntado a Loles, mi mujer: “Qué, cómo va. ¿Se sabe algo?” Y me he ofrecido a llevarlos a la clínica cuando llegue el momento.

El momento ha llegado y, supongo que para que me sintiera útil, me han dejado llevarlos en coche. Por el camino, Ale iba admirando a su madre un poco más en cada contracción: “¡Y mamá, siete hijos, siete días como este!” Yo, para tranquilizarla, le he dicho que el primero era más doloroso. No tengo ni idea, porque a mí las contracciones de Loles no me dolían mucho, la verdad, pero es lo que se me ha ocurrido en ese momento.

Después de saltarme en rojo algunos semáforos optativos (en Barcelona hay muchos), hemos llegado a la clínica. La enfermera de urgencias estaba hablando por teléfono. Le he hecho gestos para que colgara y nos atendiera con urgencia, que para eso trabaja en ese área. “Ya sé para qué vienen”, ha dicho con insufrible parsimonia mientras tapaba el auricular. ¡Y ha continuado hablando como si fuera un día cualquiera! He salido fuera a respirar. La mascarilla se hacía ya insoportable. He visto a través del cristal cómo les indicaba una puerta. Ale y Fran se han dirigido a ella y, en cuanto les he perdido de vista, me he acercado otra vez a la enfermera para insistir en que se dieran prisa, que la cosa iba en serio. Me ha mirado con indulgencia y ha asentido con la cabeza sin soltar el auricular.

Han pasado tres horas que han parecido tres días, cesárea de por medio, pero ya ha acabado todo. ¡Tomás ya está aquí! Loles y yo hemos ido a verlo a despecho del Covid. A Loles le ha parecido muy mono. A mí, la verdad, como principio, todos los bebés me parecen bastante parecidos durante las primeras horas de vida.

Sin embargo, me he acercado, le he visto hacer pipa chupándose el dedo gordo con fruición, confiado en el pecho de su madre, preciosa y sonriente, y, de repente, le he encontrado el parecido. Se parece, se parece… ¡Sí, se parece a… Dios! Habéis leído bien: ¡mi nieto se parece a Dios!

A ese Dios que hizo del amor una segunda y una tercera persona.

A ese Dios que quiso ser familia porque su ser era el amor, necesitaba amar y solo no podía hacerlo.

A ese Dios que nos dio un cuerpo y un espíritu proyectados al amor para que, hombre y mujer, pudiéramos también generar espíritu y vida.

A ese Dios que se hizo indigente y vulnerable, ¡un bebé!, para que nos diéramos cuenta de una vez por todas de que no es Tomás el que necesita a sus padres, sino ellos quienes le necesitan a él para llevar su amor a plenitud desde la concepción hasta la muerte y aprender a amar sin condiciones, sin tiempo ni medida.

A ese Dios que ha esperado pacientemente desde toda la eternidad a que Ale y Fran se conocieran, se amaran y pusieran las condiciones que Él estaba anhelando para unir sus genes con su gen divino, el gen que hace nueve meses dio ya a Tomás una filiación inmarcesible.

Sí, mi nieto, como todos los hijos del mundo, se parece a Dios. ¡Enhorabuena, Dios, por este nuevo hijo!

Y feliz domingo a todos.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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