Recuerdo que cuando empecé a dar charlas y conferencias salía a veces muy preocupado a pesar de que la sesión había ido razonablemente bien. Volvía a casa repasando lo que me había olvidado de decir. Y, como solía darlas por la tarde-noche, al meterme en cama, mi cerebro seguía dando vueltas y descubría lo que había dicho mal, los errores que había cometido, etc.

Un día, alguien me dijo: “no te preocupes de lo que te has olvidado o dicho de otra manera; nadie sabía lo que ibas a decir ni cómo lo ibas a decir, solo tú”. A partir de aquel día, me preocupé mucho menos por la perfección en el contenido que por la conexión con los asistentes. “Connection, not perfection” es el lema de un podcast de aprendizaje de inglés que escuchaba una época, y decidí adoptarlo como propio.

El pensamiento polarizado, todo o nada, es otra deformación de la mente que amenaza con socavar nuestra relación matrimonial. Consiste en pensar que si las cosas no se dan exactamente como habíamos previsto, hemos fracasado. Es un pensamiento propio de la infancia…, pero todo tenemos un niño dentro que se rebela (¡y se revela!) de vez en cuando.

Se parece mucho a la sobregeneralización de que hablaba en un post anterior (aquí), pero tiene una pequeña diferencia: el pensamiento polarizado se mueve entre dos extremos opuestos y puede conducir a tomar decisiones radicales con poco o insuficiente fundamento.

Mi experiencia personal es que este tipo de pensamientos acechan especialmente por la noche, que es cuando las cosas se suelen ver oscuras. “Mañana no podré preparar el juicio, lo perderé y el cliente me pondrá una demanda de responsabilidad por negligencia profesional”. A veces, basta con esperar a la mañana siguiente y se va aclarando la visión a medida que uno va afrontando el problema. Pero otras veces, el pensamiento dicotómico persiste.

Aaron Beck explica en su libro (Con el amor no basta) el caso de una mujer cuyo matrimonio se había ido polarizando de manera que ella era la que servía siempre a todos. Su marido, que contaba con ello, invitaba alegremente a amigos y familiares y daba instrucciones a su esposa de cómo quería las cosas. Esta dinámica se había ido instaurando de manera espontánea y ella, sin reaccionar a tiempo, tenia la sensación de haberse convertido en la esclava de su marido.

Por fin, un día había explotado interiormente y tomado la decisión de divorciarse: «o me divorcio o seguiré siendo siempre su esclava» era el pensamiento que le atenazaba. La situación estaba tan radicalizada en su mente que no era capaz de contemplar el rango de posibilidades que había entre estas dos opciones. Por ejemplo, decirle “no” a su marido, pedirle ayuda en las tareas de la casa, hacerle ver el desequilibrio en que se encontraban.

Cuando era joven (más todavía), me dijeron de una persona conocida que se había separado de su marido al poco de casarse porque había llegado a la conclusión de que con él iba a tener una vida aburrida. No tengo muchos datos del caso y es posible que intentaran reconducir la situación y no lo lograran, pero la rapidez de la decisión me llamó la atención. Siempre que alguien me dice que se aburre, me vienen a la cabeza las palabras que leí en una entrevista a José Antonio Marina y que ya he recordado este blog (aquí): “las cosas no nos aburren porque sean aburridas, sino que porque somos aburridos nos aburren; Y es que ante una mirada pasiva las cosas se repiten, aunque sean nuevas y maravillosas”.

En fin, ojo con el pensamiento polarizado y dicotómico. Antes de tomar decisiones que pueden ser irrevocables, vale la pena explorar posibilidades y caminos intermedios. Como decían los clásicos: in medio virtus (en el medio está la virtud). Y, desde luego, vale la pena seguir el consejo de San Ignacio: «en la tribulación no hacer mudanza», y esperar un tiempo prudencial o pedir consejo a alguien de confianza antes de tomar decisiones de las que nos podamos arrepentir.

Buen fin de semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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