El viernes pasado subíamos con nuestro hijo Pablo, el último adolescente, a una casa que tenemos mi mujer, el banco y yo en la montaña. En mis oídos aún retumbaba la amenaza que habíamos recibido una de las veces que habíamos ‘invitado con firmeza’ (por utilizar un eufemismo al uso) a un hijo adolescente a disfrutar de un idílico fin de semana en la naturaleza solo con sus amados padres: subió al coche y, antes de abrocharse el cinturón de seguridad, dijo en tono apocalíptico, casi a modo de despedida: “Este va a ser el peor fin de semana de vuestras vidas”. Como en el fondo son buenos chicos, se apiadó de nosotros y no cumplió su amenaza.

El viaje transcurrió plácidamente y, al llegar a nuestra casa, entendí por qué Pablo no había ofrecido la resistencia que yo esperaba: mi familia me había preparado una sorpresa para celebrar mis sesenta años, que cumplí este lunes pasado, y estaban todos nuestros hijos, nieto incluido, esperándome para hacerme el mejor regalo que podía imaginar: ¡un fin de semana todos juntos! Y, lo que es mejor, estando todo el mundo atento a mí, sin discutir mis decisiones. Incluso pude escoger yo la excursión (de entre las dos que me dijo mi mujer, claro, tampoco hay que exagerar) ¡y nadie protestó en ningún momento! Esta semana, cuando lo explicaba a un grupo de amigos, uno me dijo: ¡Ah, ¿es a los sesenta cuando se logra esto?!

Y así discurrió todo el fin de semana: juegos, comidas, risas y mucha complicidad. Son los momentos que yo llamo biografía familiar, cuando se generan anécdotas de las que la familia vive después mucho tiempo: ¿te acuerdas, en el cumpleaños de papá, las carotas de Pablo cuando ganó la prueba de atrapar la galleta con la boca? ¿Y los dos kilos de rovellons (níscalos, en castellano) que cogimos en el mismo sendero de la excursión? ¡Qué risa cuando papá descubrió la abolladura del coche que mamá intentaba disimular!…

Pero, sobre todo, el fin de semana me sirvió para ejercitar una actividad imprescindible en la familia y en toda relación humana: dar gracias.

El domingo por la mañana, mientras hacía un rato de oración “familiarizada”, no podía dejar de dar gracias. Por suerte, tengo una vocación que me ha enseñado a ser contemplativo en medio del mundo de la familia, así que meditaba en la sala de estar, mirando las montañas, mientras a mis espaldas se cocían mil y un entresijos familiares: mis tres hijas medianas, con sus ordenadores abiertos, comentando en voz baja (o eso pensaban ellas) la jugada de la noche anterior, el nieto de cinco meses pugnando por dejar las huellas de sus dedos en mis castigadas gafas, unos pasos que bajaban las escaleras y daban los buenos días, el rumor de un secador de pelo en la distancia.

Esto se llama, lo acabo de leer en un libro, ‘espiritualidad laical’, que no consiste (como es el caso de la ‘espiritualidad de los laicos’) en adaptar a la vida de estos últimos lo que hacen los religiosos, sino, como decía San Josemaría, en ‘amar apasionadamente al mundo’, a pesar de que lo que a veces apetece es retirarse de él y de todo su bullicio.

Y yo, impertérrito, mirando a las montañas, casi en arrobamiento místico (la mística del salón la podríamos llamar), para agradecer, a Dios, no a las montañas, tanta dicha inmerecida. Hay momentos en que, pese a las preocupaciones (que las hay, y no pocas), no puedes dejar de sonreír y toda tu vida parece fundirse y fusionarse en un crisol de sentimientos en que ya no puedes distinguir nada. Dios, tu mujer, tu vocación, tus hijos, el nieto, los amigos, el trabajo, tus pasiones y voluntariados, tus padres y todas las personas queridas, aquí o en el Cielo…, todo parece hacerse uno. Y, de pronto, caes en la cuenta de que ese uno eres tú, que no eres un verso suelto flotando en el universo, sino que eres nieto, hijo, hermano, padre, abuelo, amigo, compañero ¡y, sobre todo, marido, una sola carne!, y que, sin todo eso, que forma ya parte íntima de ti, en el fondo, no eres nadie.

Ayer me dijo una abogada jovencita de mi despacho que me veía más sonriente desde que había cumplido los sesenta. Y, sí, mi alma sonríe, y me encanta que mis labios lo expresen, aunque la consecuencia de ir cumpliendo años sea que el pudor vaya menguando y uno escriba cosas como estas un viernes cualquiera. ¡Qué le vamos a hacer!

Feliz fin de semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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