Ayer cenamos tres matrimonios amigos. Los maridos nos conocimos en las milicias universitarias, aquel tiempo dedicado a la formación militar que los más jóvenes desconocen, que a nosotros nos parecía una pérdida de tiempo y que, finalmente, resultó ser la oportunidad para fraguar algunas de las amistades más profundas, intensas y duraderas de nuestras vidas. Todos llevamos en torno a 35 años casados. Hemos hecho muchos planes juntos: cenas, excursiones, eventos familiares varios (primero bautizos, después comuniones, ahora bodas de nuestros hijos), cursos de orientación familiar para formarnos como padres y como esposos…

Tenemos maneras de ser muy diferentes. Hemos ido a colegios distintos. Nuestras mujeres se conocieron a medida que cada uno fuimos teniendo novia. Congeniaron enseguida. Cada cual ha pasado sus avatares personales, profesionales, familiares…, y siempre ha encontrado a los demás ahí, sin entrometerse innecesariamente, sin hacer ruido, con discreción, pero aportando todo lo que tenía y proponiendo lo mejor, siempre dispuestos.

Cuando volvíamos a casa después de la cena, Loles y yo comentábamos: ¡qué suerte haber encontrado unos amigos como estos… y tantos otros que nos han ayudado a amarnos más cada día! ¿Y realmente es así? ¿Los amigos te ayudan a amar más a tu mujer, a tu marido?

Este pensamiento me ha recordado una antigua película. No diré su nombre para no desvelar el argumento. En ella se celebra una boda y el sacerdote explica todo el mal que pueden hacer los malos amigos e invita a todos los invitados a salir de la iglesia para reflexionar sobre cuál será su papel en la vida del futuro matrimonio.

El año que viene se casan dos hijos nuestros. Estamos haciendo listas de invitados, y yo, el otro día, me preguntaba cuál debería ser el criterio para la selección, aparte del inevitable presupuesto.

Pienso que la respuesta está en la cena de ayer. Hay que celebrar la boda, sobre todo, con aquellos que sabemos van a ayudar a los novios a amarse para siempre, que les van a apoyar, a mostrar la belleza del amor comprometido y de la vida de familia. Hay que compartir este momento con aquellos que están dispuestos a vivirlo de verdad, en todo su significado profundo, que son capaces de sacrificar parte de su comodidad personal, que ven más valor en la unión que en la separación, que les van a ayudar a levantarse después de cada caída y, con su ejemplo y su palabra, les van a insistir una y otra vez en que vale la pena amar para siempre.

Otro buen amigo me explicaba hace poco la diferencia que él veía entre la perseverancia y la fidelidad. La primera, decía, es ‘estar con’, que es mucho; la segunda consiste en ‘vivir con’, que lo es todo. Y las dos son importantes.

San Josemaría cerró su primer libro con este consejo: “enamórate y no le dejarás”. Su primer sucesor, Álvaro del Portillo, apostilló: “no le dejes y te enamorarás”. Se referían a Jesucristo, pero yo pienso que eso es precisamente lo que hacen los buenos amigos: te ayudan a enamorarte siempre para no dejarle nunca y a no dejarle nunca para enamorarte siempre.

Buen fin de semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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