Este fin de semana, Loles y yo hemos estado en Medjugorje, un pueblecito entre dos montañas (eso significa el nombre: entre montes) en Bosnia-Herzegovina donde, desde hace más de cuarenta años, seis videntes (ahora dispersos) afirman que la Virgen María se les aparece con distinta periodicidad, ¡alguno diaria! La Iglesia Católica no se ha pronunciado aún acerca de esta devoción, que es privada, como lo es la de todas las apariciones de la Virgen, incluso aquellas en las que la Iglesia considera que consta su sobrenaturalidad (El Pilar, Lourdes, Fátima, Guadalupe, Rue du Bac…).

La Iglesia sostiene que la revelación cristiana que constituye el depósito de la fe terminó con el último de los apóstoles, y todas las eventuales revelaciones ulteriores son privadas y, por tanto, de libre aceptación. Además, según parece, no se puede pronunciar hasta que las apariciones hayan terminado.

Lo que nadie duda es que Medjugorje es una fragua de conversiones y de fenómenos difícilmente explicables desde la fe de la ciencia, porque la ciencia, cuyos dogmas cambian tan a menudo, tiene también su parte de fe.

San Juan de la Cruz era especialmente prudente con las manifestaciones sobrenaturales, precisamente porque las había experimentado en primera persona y sabía que, bajo la apariencia de bondad, de belleza, de bien y de verdad, podían también proceder del demonio. En su época había una especial sensibilidad. Los alumbrados y pseudomísticos afloraban por doquier y San Juan alertaba a sus monjas frente a las que él llamaba ‘noticias sobrenaturales de los sentidos’ con muchas razones como esta: “el sentido es ignorante de lo que ocurre en el espíritu. Por lo que mucho se equivoca quien tiene en gran consideración las noticias sobrenaturales corporales, procedentes de los sentidos exteriores y las toma como claros indicios de que está cerca de alcanzar la unión mística”. Los riesgos que veía en las experiencias que le reportaban (olores, visiones, escuchas, arrebatos…) eran la vanidad, la sensualidad, la mayor exposición a los engaños del demonio y otros. Por eso aconsejaba siempre rechazarlas y reportarlas al director espiritual. Si son verdaderas, concluía, volverán contra tu voluntad.

Diría que hoy en día hay menos riesgo de caer en estos peligros porque vivimos en una sociedad materialista donde las haya, pero algunas almas incautas pueden dejarse llevar por una fe exageradamente sensible, que ubica a Dios en lo sensual y acaba diluyéndose ante cualquier aspereza cuando llega la noche oscura del espíritu.

Íbamos un grupo de 40 personas y, que yo sepa, nadie experimentó ningún arrebato místico, por lo menos en esta ocasión, porque algunos sí habían tenido experiencias fuertes (digámoslo así) en visitas anteriores.

En mi caso, fue la primera visita. Iba con la ilusión de un hijo que va a ver a su madre con el corazón abierto de par en par para escuchar lo que quisiera decirme. Y lo hizo.

Me dijo con voz bien fuerte, aunque yo no escuchara palabra alguna, que nos estaba esperando para hacer de aquel grupo heterogéneo una piña alrededor de todas nuestras peticiones. Y, muy en especial, la que todos le dirigimos como un solo corazón (aquí, sí, apiñados también corporalmente) en un momento muy intenso de oración por uno de nuestros amigos, que había venido con nosotros muy escaso de fuerzas y en plena lucha contra un agresivo cáncer.

Y lo segundo que experimenté fue una confirmación de mi vocación laical de santificación en lo ordinario (ya saben, el Opus Dei). La Virgen de Medjugorje es la Virgen de lo ordinario, del día a día, que viene al encuentro a diario, sí, a una hora fija, como sucede con el trabajo, con la hora de levantarse, con la comida o con la cena; y como sucede también con el amor a los nuestros, con los mil detalles del día a día. Diríase que el mensaje que quiere transmitir es: no busquéis lo extraordinario, que a mí me podéis encontrar cada día y a cada hora (“entre los pucheros”, como decía Santa Teresa).

Y, para rubricarlo, la experiencia mística me sobrevino ya en Barcelona, al día siguiente de llegar, cuando, volviendo a casa del trabajo bajo un diluvio universal, me dio por rezar en medio de la calle y la Virgen me llevó en volandas durante treinta minutos en uno de los ratos de oración más elevados que recuerdo. Allí, “nel bel mezzo della strada”, como le gustaba decir a San Josemaría, y “cantando bajo la lluvia”, como entonaba otro contemporáneo suyo.

¡Feliz fin de semana!

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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