Estas vacaciones he tenido una experiencia mística bastante elevada. No he hecho mucho para tenerla. A pesar de mis joviales sesenta y un años, no fui a la Jornada Mundial de la Juventud con el Papa, como hicieron dos hijos míos. Tampoco he hecho ninguna peregrinación, como sí han hecho varios amigos y familiares míos, a Lourdes, Fátima o Medjugorje. Ni he pasado grandes ratos en ninguna iglesia, adoración o actividad eclesial similar. Mi actividad más clerical ha sido ir a visitar a mi hermano pequeño, monje, a su monasterio del sur de Francia.

Eso sí, he procurado cuidar bien mi relación con Dios haciendo mis ratos de meditación y demás prácticas de piedad que acostumbro, a veces compartidas con gran alegría con alguno de mis dos nietos, entre pañales, ironmanes y toda clase de muñecos.

Creo que, a estas alturas, todos los lectores de mi blog saben que soy católico y del Opus, aunque a mí me gusta más decir Opus Dei, porque, como me pasa a mí con mi apellido, el Opus solo se queda corto y podría confundirse con la quinta sinfonía de Beethoven (que, si no me equivoco, es la Opus 67).

El caso es que, para quien no lo sepa, esta vocación es básicamente secular y consiste en ser contemplativos en medio del mundo, es decir, no en las iglesias ni en los claustros. Ya se entiende lo que quiero decir. Su carisma tiene una fuerza especial y, precisamente, el Papa está insistiendo -este verano lo ha hecho- en que cuidemos mucho el carisma fundacional.

Y, mira por dónde, sin quererlo ni beberlo y sin ninguna intención por mi parte, a mí me ha sucedido este verano: he tenido una experiencia mística en medio del mundo.

Aspirar a ser santo en el mundo de verdad, o sea, fuera de la zona de confort que ofrecen entornos más, digámoslo así, seguros, es una gran osadía. Y, como yo, a veces, más que osado soy un poco inconsciente, esto es lo que más me gusta de mi vocación. Me recuerda a aquella profecía de Jesús cuando envió a sus apóstoles por el mundo: beberán veneno y no les dañará.

San Josemaría Escrivá, el fundador del Opus Dei, advertía -igual que hacía San Juan de la Cruz, por cierto- sobre la tentación de buscar fenómenos extraordinarios, que muchas veces es consecuencia de la incapacidad de descubrir lo extraordinario en lo ordinario. Al final, todos los santos acaban coincidiendo en lo esencial, así que este verano me he dedicado a meditar con San Juan de la Cruz, un místico a quien leí mucho de joven y que podría parecer lo más ajeno a mi vocación.

Pues bien, y esto es a lo que iba, San Juan de la Cruz decía que había dos maneras de adquirir virtudes. Una, la más común y tradicional, fomentar los actos propios de la virtud opuesta al vicio que acecha. Por ejemplo, ante la impaciencia, considerar los bienes que concede la paciencia, pensar en los demás, contar hasta diez, intentar olvidarse de uno mismo, etc.

La otra, más perfecta según el santo, consiste en olvidarse de ejercicios y actos virtuosos y, “cuando sintamos el primer movimiento o acometimiento de algún vicio, como de lujuria, ira, impaciencia o espíritu de venganza, en sintiéndole, acudamos con un movimiento de amor, levantando nuestro afecto a la unión con Dios, porque con el tal levantamiento, como el alma se ausenta de allí y se presenta a su Dios y se junta con él, no halla el enemigo dónde hacer golpe ni presa, pues el alma ya no está allí donde la quería herir y lastimar, porque hurtó el cuerpo y es como tentar un cuerpo muerto, pelear con lo que no es, con lo que no está, con lo que no siente ni es capaz de ser tentado” (las palabras son literales, aunque la cita está abreviada).

A mí me pasó lo mismo que te acaba de pasar a ti. Tuve que leerla dos veces. Al final, lo entendí conceptualmente, aunque no me acabó de convencer; pero quiso el destino que esa misma mañana aparcara en un parking subterráneo con cuatro pisos. Iba con prisa y muy cargado, y el maldito ascensor no llegaba. Me puse impaciente. Empecé a refunfuñar. Intenté el primer método y, sin mucho resultado, empecé a considerar que tenía que ser más paciente…, cuando, de pronto, me acordé del consejo del santo místico y elevé mi mente a Dios intentando reírme de la situación. De pronto, mi cuerpo quedó vacío ante el ascensor. Mi alma se había fugado y el enemigo, o sea, la impaciencia, no encontró a quién fustigar. Cuando abrí los ojos, llegó el ascensor. Y ahí acabó todo.

Siento haber defraudado. Tanta intriga acerca de mi acontecimiento místico y ha resultado ser una simple espera de un ascensor. Probablemente, San Josemaría me diría: “pero, hijo, esto es lo que yo os decía siempre de la presencia de Dios”. Esta es otra de mis carencias: soy muy duro de mollera (y un poco orgulloso) y hasta que no lo veo, no lo creo. Pero puedo afirmar sin lugar a dudas que este verano he conseguido ser contemplativo delante del ascensor.

Félix domingo a todos. Lo de Félix no es una errata, es feliz en latín… ¡y el nombre de mi tercer nieto, que ya está llamando a la puerta!

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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