Reflexionaba el otro día acerca de la convicción extendida de que la sociedad recorre históricamente una trayectoria de progresión constante y que las personas humanas hemos ido evolucionando de tal manera que una generación es siempre más avanzada y mejor que la anterior.

A mi juicio, este pensamiento es un poco ingenuo… o soberbio. ¿De verdad alguien cree que Aristóteles, Averroes o Tomás de Aquino serían hoy más inteligentes o más éticos que lo fueron en su época? Desde luego, tendrían más información a su alcance (la acumulada durante los siglos posteriores a su muerte), pero su inteligencia, su capacidad de raciocinio y su temple moral serían los mismos, y el modo en que se proyectaran dependería de su entorno vital.

Esto en cuanto a las personas individuales. De la misma manera, las sociedades a veces avanzan y a veces retroceden. Para saber si una sociedad avanza o retrocede, hay que saber primero cuál es su meta, adónde se dirige porque, como gráficamente explicó Séneca, al barco que no sabe adónde va todos los vientos le son contrarios.

Viene esta introducción a cuento de un dato que leí hace unas semanas: “en Francia, cuatro millones de personas no tienen más de tres conversaciones al año”. Supongo que la estadística se refiere a conversaciones de cierta profundidad y duración, y no al “buenos días, quiero una barra de cuarto”, que se puede entablar a diario con el panadero.

El jueves pasado  asistí a la presentación de un libro de un buen amigo mío, Salva de Tudela, en la que oficiaba de copresentador Víctor Küppers. Aunque hoy no es el tema, aprovecho para recomendar el libro de Salva: “El alma de los libros”, una ficción muy real escrita desde la humanidad más profunda. El caso es que Víctor Küppers explicó que había personas mayores en Barcelona, que, como no tienen a nadie con quien hablar, se arreglan cada día, cogen un autobús de línea y hacen todo el recorrido de ida y vuelta para poder ver a gente.

Esta triste realidad, un retroceso y un fracaso evidente de nuestra sociedad, es lo que se conoce como eutanasia social. Y, en estas circunstancias, no es de extrañar que la eutanasia biológica se vea como una salida y se proponga como tal. Es mucho más barata la promoción de la muerte que la promoción de la familia, la amistad y el acompañamiento.

Recuerdo que hace unos años uno de los lemas de la ONU fue la solidaridad y el encuentro generacional. Había mucha preocupación por crear los espacios y estructuras de acompañamiento que los mayores, que son quienes más sufren la soledad, necesitan, pero, claro, no hay dinero suficiente en el mundo para generarlos artificialmente. ¿Casinos, casales, casas del pueblo, pisos compartidos por jóvenes y abuelos?  No es tan fácil convencer a un joven de veinte años de que comparta su tiempo con un anciano de noventa. A no ser…

A no ser… que sea su abuelo. Desde la IFFD (www.iffd.org) no nos cansamos de repetir que el lugar natural de encuentro de generaciones es la familia: no hace falta inventar nada nuevo. La familia es la única solución verdaderamente humana y sostenible a esta lacra de la soledad involuntaria. Eso sí, la familia ideal para acometer esta función (función diacrónica la llaman los sociólogos) es la familia unida. Ella es el ámbito con mayor capacidad para atender a sus mayores. ¿Os imagináis a un gobierno occidental destinando una buena partida presupuestaria a hacer una campaña de promoción de la familia? ¿Que se atreviera a decir lo que a todo el mundo parece evidente: que la unión es mejor que la separación? Sonaría retrógrado. Y esta es la confusión sobre la que alertaba Séneca: cuando estás retrocediendo y no lo sabes, los pasos hacia adelante se acaban viendo como atrasos y los pasos hacia atrás, como avances.

Feliz semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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