Una de las experiencias mas universales es la dificultad de reconocernos como en verdad somos. Es una experiencia común comprobar una y otra vez cómo ningún espejo nos devuelve nuestra imagen, ninguna fotografía nos hace justicia y ninguna grabación capta en toda su verdad la melódica armonía de nuestra voz interior. A mí me sucede especialmente con el canto. Cualquier melodía que tarareo armoniosamente por dentro queda cruelmente desvirtuada cuando, al emerger al exterior, se enfrenta con la cruda realidad. Es muy curioso: es como si el aire distorsionara la melodía. Y, sin embargo, durante muchos años intenté convencerme de que la gente se giraba en Misa para admirar mi voz y no para descubrir quién estaba destrozando la canción.

En el post anterior hablé de amar los defectos de los otros. Hoy toca hablar de los nuestros.

Aunque parezca un juego de palabras, una condición inexcusable para amar sin límites es, precisamente, aceptar nuestros límites. Si no los aceptamos, no nos entregamos nosotros mismos, sino una imagen ideal que hemos formado de nosotros. La proximidad del amor matrimonial deja poco espacio a la impostura. Uno puede estar disimulando un tiempo, pero el foco y la mirada están tan cerca, son tan íntimas que acaban poniendo de manifiesto todas las limitaciones y defectos. La mirada del amor en la proximidad del día a día es como el sol de la tarde, que pone al descubierto la más imperceptible mota de polvo.

Aunque en un contexto diferente, Fabrice Hadjadj lo expresa con crudeza: “El político puede cultivar su imagen pública, mostrar su mejor perfil en las redes sociales, pero ¿cuál es su rostro en lo privado, ante su mujer y sus hijos? El gran Hércules, que derrotó a los monstruos, es patético ante Deyanira. El joven genio que irrumpe en las pantallas se avergüenza de ser visto con su papá y su mamá, que dan fe de su origen común”.

Reconocer, aceptar y compartir con nuestra mujer o marido nuestros defectos y limitaciones, tanto los físicos como los temperamentales o intelectuales, es necesario para sentirse verdaderamente amado. Es la base de la confianza mutua sobre la que se puede edificar la auténtica unión de cuerpo y alma en que el matrimonio consiste y desde la que se consigue el crecimiento espiritual que estamos llamados a impulsar y sostener mutuamente. ¿Cómo es posible que mi mujer me ayude a crecer como persona si no acepto ni le doy acceso a las zonas grises y turbias de mi propio ser?

Como explica Yves Semen, “eso mismo vale también en el plano espiritual: se viven momentos extraordinarios de fervor durante el noviazgo –retiros, peregrinaciones, veladas de oración…– que no resisten a la usura de la vida cotidiana de la pareja, en la que pronto aparecen las torpezas y las tibiezas espirituales. La primera exigencia de una vida espiritual conyugal es, por consiguiente, la aceptación de estos límites. No para complacernos en ellos, sino simplemente para reconocerlos como constitutivos de lo que somos. La segunda es perdonárnoslos a nosotros mismos, distinguiendo entre aquellos de los que no somos responsables y aquellos que nuestra negligencia, nuestra pereza, a veces nuestra incuria, han contribuido a acentuar y a arraigar en nosotros”.

Y poco más que añadir. Solo me queda compartir con vosotros mi propósito de hoy: cantar solo interiormente las canciones de la Misa.

Feliz domingo.

Javier Vidal-Quadras Trias de Bes

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