Este fin de semana he asistido a un curso de mindgodness. La verdad es que, con mayor o menor acierto, vengo practicándolo a diario desde hace muchos años.
Y puedo asegurar que es cierto lo que dicen. Tiene efectos saludables para el cuerpo y para el espíritu. Reduce el estrés y la ansiedad, ayuda a dormir mejor, protege el cerebro, acrecienta la capacidad de concentración, desarrolla la autoconciencia y el autoconocimiento, calibra la realidad en su verdadera dimensión, desarrolla la inteligencia emocional, favorece la creatividad, mejora las relaciones personales y muchas cosas más.
Algunos maestros aconsejan comenzar con una postura cómoda pero atenta. Sentados en el suelo con la espalda apoyada en la pared, a ser posible. No es necesario que sea en la posición de loto. En el curso al que he ido, la verdad, nos sentábamos en unos bancos de madera la mar de cómodos oportunamente dispuestos para la ocasión. Y se meditaba de maravilla.
Tampoco nos era imprescindible repetir un mantra para estimular la liberación de pensamientos intrusivos porque el que dirigía la meditación la introducía con una serie de invocaciones que generaban el mismo efecto en un par de minutos. También los participantes, incluso los más noveles, podían sin dificultad hacerlo por su cuenta.
Una vez introducidos en el estado meditativo, se producía, sin embargo, un efecto no por conocido menos sorprendente. Mi primer impulso autoconsciente era encontrarme con el yo interior, ir en busca de mi ser más profundo y, desde allí, conectar con la realidad conscientemente.
Pero, cuando levantaba la vista y me concentraba en el objeto que tenía delante, una pequeña caja hacia la que todo estaba dispuesto en la habitación y a la que se orientaban todos los bancos, mi pequeño y aburrido yo se diluía y se me hacía esquivo, a tal punto que no lograba concentrarme en él.
En su lugar, surgía otra cosa, algo diferente y más grande, mucho más grande, que percibía como propio y ajeno al mismo tiempo. Era como si mi autoconciencia fuera, en verdad, al mismo tiempo, alteroconciencia.
Aunque en el fondo ya lo sabía, para mi tranquilidad, me volvieron a confirmar que eso era lo que sucedía cuando uno practicaba mindgodness. Que, buscándose a sí mismo en su interior, acababa siempre topándose con quien de verdad habita allí. Agustín de Hipona le llamó el “intimior intimo meo”, el “más íntimo a mí que yo mismo”, en traducción libre.
Es lo que tiene el mindgodness. Que siempre hay quien convoca al Espíritu Santo y trae a Jesús sacramentado, y, entonces, claro, entre que ya habitaba el alma y que se hace especialmente presente, todo se altera y se transforma de manera extraordinaria (sobrenatural, vamos).
Y, como era de esperar, volví a experimentar todos los otros efectos que el mindgodness añade a la clásica meditación del mindfulness y que, a veces, pueden parecer contradictorios. ¡Hay que ver qué lío de palabras! ¡Con lo fácil que era cuando todo era meditación!
¿Cuáles son esos efectos? La dedicación a los demás con olvido de sí mismo, la desconfianza en las propias fuerzas unida a la esperanza cierta de un mundo mejor que Alguien ha ganado ya para nosotros, una alegría inexplicable incluso en el dolor o la dificultad, la convicción de que la trayectoria personal no termina con la muerte, la unión (hay quien, para reforzar la idea, dice comunión) con los demás, la asunción (que no comprensión) de muchos de los misterios que la mente humana no alcanza a entender, la certeza de que sin la ayuda de una fuerza superior estamos condenados a la misma e irremediable historia de siempre… Y otros todavía más estrambóticos como, por ejemplo, ¡el deseo de cargar con una cruz diaria o de vivir más desprendido de los bienes materiales!
Lo que a mí me pasa cada año cuando voy a un curso de estos es que los efectos no me duran mucho. Por eso hago propósitos de continuar practicando mi mindgodness diario.