En alguno de los múltiples cursos de Family Enrichment (orientación familiar) en los que he participado en mi vida aprendí la diferencia entre responsabilidad y ejecución en lo que se refiere a las tareas del hogar y la familia.

La responsabilidad es (ha de ser) siempre compartida entre marido y mujer. Ambos han de decidir de mutuo acuerdo su propio estilo, ir concretando las distintas tareas y obligaciones domésticas y, después, distribuirlas y asignar su ejecución a quien corresponda. Pero la responsabilidad no termina ahí: consiste no solo en decidir y asignar las tareas, sino, sobre todo, en exigir que se cumplan por el encargado.

Quién sea el encargado no tiene mayor importancia: el que corresponda según las circunstancias de la familia. Puede ser alguno de los hijos, de los padres o la persona que ayuda en casa, si la hay. Ejecutar las tareas es lo fácil. Lo que más cansa es responsabilizarse de que se cumplan… y por el encargado, sin suplirle cómodamente, que cuesta más exigir a los hijos que hacer las cosas por ellos.

La teoría está muy bien, pero, de vez en cuando, conviene hacer una permuta y asumir alguna tarea que normalmente se asigna a otro. Con el paso del tiempo hay tareas que parecen tener un titular insustituible. Para algunas tiene sentido este monopolio: es mejor que baje las maletas más pesadas el más fuerte y que arregle el lavabo embozado el más manitas. Pero la mayoría de ellas las puede ejecutar cualquiera. Y es bueno que así se haga, para que nadie se vuelva un inútil o se crea insustituible, que las dos cosas son posibles.

A mí me ha pasado este fin de semana que, después de más de 25 años con hijos yendo a colegios con uniforme, he tenido que ir a comprarlos yo solo, es decir, sin mi mujer, a El Corte Inglés. Y lo digo para mi vergüenza. Por suerte, solo nos queda un hijo en edad escolar.

Francamente, lo de bajar las maletas se me da bastante bien, y he de decir que soy un experto cortando la carne, el salchichón y lo que se tercie en rodajas bien finas, ‘modo familia numerosa’, para que cundan al máximo, pero lo de las grandes superficies siempre me ha costado un poco. Tanto que, normalmente, acabo comprando lo que no debía y dejando de comprar lo que debía.

Pablo y yo nos plantamos ingenuamente en la sección de uniformes de cole el sábado sobre las 12,00h. El primer indicio de lo que nos esperaba lo tuve cuando me llamó por teléfono una amiga nuestra y, al decirle que Loles estaba trabajando en la feria del regalo de París y yo acababa de entrar en El Corte Inglés para comprar uniformes, me dijo: “¡qué crack, Loles!» A medida que pasaban los minutos lo fui comprendiendo.

Para acabar rápido (total, necesitábamos dos pantalones, dos polos y un pantalón de deporte) decidimos buscar primero por las estanterías y alcanzamos a ver unos pantalones grises que parecían servir a nuestro propósito, pero los polos colgados eran todos blancos, mientras que nosotros necesitábamos dos de color granate. Cuando sugerí a Pablo comprar los polos blancos para evitar la aglomeración de gente que veíamos ante los mostradores señalados con el número 1 y 2, bajo el lema «Vuelta al Cole, uniformes escolares» o algo similar, se negó en redondo porque no quería ser el único de su clase que no los llevara granates. Mi reflexión de que con la americana o el chándal encima tampoco se verían no le convenció.

En esas estábamos cuando descubrí dos mostradores vacíos señalados con los números 3 y 4 con el mismo cartel de “Vuelta al Cole”. Era nuestra oportunidad. Miramos a un lado y otro de soslayo para que nadie observara nuestro movimiento y nos desplazamos como quien no quiere la cosa hacia ellos. ¡No había cola! ¡Un auténtico descubrimiento! Una señorita muy amable frustró nuestra alegría: allí solo se podía pagar, no pedir uniformes, y nos señaló, con la autoridad y la inflexibilidad de la norma que no admite excepción, los mostradores 1 y 2.

Nos dirigimos a ellos y, tras unos minutos de titubeo acerca de quién podía ser el último de la fila, observamos que algunas personas sujetaban entre los dedos un papelito que miraban como Golum a su anillo. Mi escasa inteligencia práctica en estas situaciones no me había permitido percatarme de que estábamos en una charcutería, único lugar donde yo recordaba haber cogido tanda, de modo que pregunté y, en efecto: ¡había tanda!

Cogimos el número: el 86. ¡Iban por el 50! Mientras Pablo se entretuvo con mi móvil (era casi obligado dejárselo en ese momento), yo estuve observando los acuerdos que se iban cerrando ante mis narices entre familias que se conocían o se acaban de conocer y se agrupaban para aprovechar el número más bajo, dando lugar a inesperadas agrupaciones familiares de cinco y siete hijos que tenían no menos de seis u ocho padres.

En fin, les ahorro más detalles. A las 14,10 salimos Pablo y yo con nuestros uniformes más contentos que unas pascuas, con la sensación de haber conquistado el Everest y después de haber analizado todos los juguetes de bebés, que estaban al lado, y comprado un par de cosas que no necesitábamos y habrá que devolver.

Conclusión: una experiencia interesante que me ha servido para adquirir un know how que antes no tenía y, lo mejor de todo, me ha ayudado a enamorarme más de mi mujer, que lleva toda una vida comprando uniformes, al tiempo que me ha llevado a volver a pedir al Señor que me lleve a mí antes que a ella. Otra cosa sería un desastre para mí y para mi familia.

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