Desde una perspectiva superficial, el amor puede parecer caprichoso. Me parece que es una experiencia común sorprenderse ante la falta de aparente equilibrio o sintonía de ciertos matrimonios. Vas a una cena, conoces a un matrimonio nuevo, les ves tan felices, pero, desde tu visión superflua y exterior, hay algo que no encaja. Y, volviendo, comentas con tu mujer: “extraña pareja, no pega nada”.

A lo mejor, ha sido algo tan insustancial como la altura (ella es 10 cm más alta que él), la edad (él es 8 años menor que ella) o el tamaño. Aunque puede tratarse de algo más profundo: el tono vital, la educación, la alegría, el origen familiar, el sentido del humor…, disonancias aparentes en atributos que se quedan por debajo de la condición personal.

Es natural que deseemos para la persona amada la máxima cantidad de cualidades. El peligro consiste en detenerse en ellas. La persona es algo más que la suma de cualidades.

El día que nos enamoramos por primera vez de nuestra mujer o de nuestro marido, algo nuevo sucedió. No nos enamoramos de una suma de virtudes. Emergió una realidad nueva, inédita, llamada persona, que no identificamos con una lista de atributos. Era -es- un todo, un aliquid novi, un algo nuevo que no éramos capaces de elaborar con nuestro retrato robot de la persona perfecta, por más virtudes que añadiéramos. Una novedad absoluta. Una persona.

Esa es la gran diferencia: las cualidades, las virtudes, lo atributos, todos sin excepción, son replicables, repetibles. La persona, no. Es única, irrepetible y exclusiva. Por eso, dos personas con atributos muy diferentes pueden vivir en un nivel de amor muy superior al de otras dos con mayor aparente sintonía.

Cuando el amor afloja, la gran tentación es alejarse de la persona, olvidarse de la condición personal de la persona amada, lo que de verdad nos atrajo y enamoró, lo que nos movió a prometer amor para siempre, y centrarse en las cualidades. Cabe que alguien se enamorara solo de las cualidades. Entonces, se puede afirmar sin temor equivocarse que allí no hubo amor sino interés, interés propio en disfrutar de esas cualidades… y, por lo tanto, también de la persona solo mientras las tuviera en el grado apetecido.

Y, claro, las cualidades las encontraremos en muchos otros lugares. Son todas iguales: cambian la forma, el momento, la circunstancia, la visión, pero son aburridamente repetitivas e impersonales. La barriga plana, el aspecto deportivo, la mayor o menor altura, la cultura, la habilidad social, la sagacidad, la inteligencia…, y no digamos los atributos más exteriores como el dinero o el estatus…, si uno se pone a buscarlos, los acaba encontrando siempre porque son indiferenciadamente uniformes. Infrapersonales.

Pero, cuando uno logra situarse por encima de las cualidades y vuelve a la persona, entonces surge, o resurge, el amor de verdad, el que no depende de las circunstancias, el amor de una madre a un hijo, de un hijo a un padre, de un hermano…, o el amor más libre que hay bajo el sol: el amor de una mujer y un hombre que se entregan de vida y de por vida.

Un día dijeron: “¡Este es! ¡Esta es!” No otra cualquiera, ¡esta! Con sus cualidades y sus defectos, con todo lo que es y lo que será, lo que no es y nunca llegará a ser. No quiero buscar más, no quiero entregarme a unos atributos cualesquiera, quiero ser y vivir para esta persona, pase lo que pase. A partir de hoy, la que importa, la única que importa es ella…, y, juntos, iremos en pos de esas cualidades que irán perfeccionando nuestro amor.

Una buena pregunta para este ecuador del mes de agosto: ¿amo a la persona entera o solo amo sus cualidades? O, lo que es lo mismo: ¿la amo por ella misma o la amo por mí?

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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