La ventaja de obedecer ciegamente es que no tienes que pensar. La desventaja es que no sabes por qué haces las cosas. Así que el sábado pasado por la tarde me tocó acompañar a mi mujer, a mi hija y a mi nieto Tomás, de siete meses, a unos grandes almacenes. Normalmente, las compras de Navidad las hacemos más tarde. Por no parecer un ignorante, y como era mi primera Navidad con nieto, no me atreví a preguntar por qué este año se adelantaba el temido día.

Este año todo fue distinto. Entrar en los grandes almacenes y descubrir mi insustituible rol de cochero de Tomás fue todo uno. Mi primer aprendizaje fue enterarme de que el cochecito del bebé no puede subir por las escaleras automáticas. Como soy un chófer bien educado y caballeroso, me ofrecí a esperar yo la llegada del ascensor mientras madre y abuela adelantaban compras en el piso cuarto. Pronto descubrí que la tarde estaba solo dedicada a las compras para Tomás…, lo cual quiere decir que me espera otra todavía.

La espera en el rellano del ascensor de unos grandes almacenes es un momento largo y entretenido en el que recibes todo tipo de consejos e instrucciones. “No, ¡que no cabe! Ha de esperar a otro”, “Pero, ¿quiere dejar de apretar el botoncito, que, si no, no se va el ascensor?” Hasta que te das cuenta de que estabas esperando delante del único ascensor que no funciona. Por fin, una amable pareja latinoamericana con cochecito y dos niños me dejó un hueco en su ascensor. “Es que yo voy para arriba, y este baja”, les advertí cuando ya me estaban empujando hacia dentro. La señora resolvió mis dudas al instante: “primero baja, después sube… Si deja pasar este, se queda aquí toda la tarde, joven”. Le agradecí el piropo con la mirada y entré en el ascensor.

En la bajada me vi forzado a decir que tenía unos niños muy guapos, a pesar de que eran mucho más feos que el mío, y aproveché para liberar a Tomás de las vestiduras de invierno que le embutían sin piedad. La subida fue una peregrinación por los cinco pisos en la que me limité a ir saludando, esta vez sí, con la sonrisa pícara de quien ha tomado la decisión acertada, a todos los cocheros de bebés que esperaban como agua de mayo el anhelado ascensor y no cabían ya en el mío. Cuando por fin bajé, me apiadé de la señora que estaba esperando y le dije: “cójalo aunque suba, que luego baja”. Me miró con gesto de superioridad, como si le hubiera dicho una evidencia.

El resto de la tarde la podéis imaginar. Tomás para arriba, Tomás para abajo. Como es un niño muy simpático, atraía todas la miradas y yo estaba ufano con mi alegre nieto mientras miraba condescendiente a otros bebés que no tenían un chófer full-time y tenían que compartir a  su mamá con dependientas y artículos varios. Todo discurrió plácidamente hasta que Tomás, en un despiste mío, logró decapitar y abatir a un maniquí de ropa de bebé que, paradójicamente, no estaba preparado para el embate de un bebé. Lo recompusimos como pudimos y nos fuimos en pos de las señoras, capaces de tocar, levantar, mirar y devolver, una por una, todas las medias, bodies, cárdigans, trenkas, polainas, peleles, pocholos y no sé cuantos más indescifrables nombres (a lo mejor, me he inventado alguno) que les salían al encuentro.

Observé dos cosas curiosas. La primera, que, en la sección de ropa de bebé, casi todos los hombres caminan como alma en pena dos o tres metros detrás de las mujeres. La segunda, que no importa la edad que tenga tu bebé: hay que mirarlo todo. De pronto, mi hija se dio cuenta de que se había saltado un aparador, reculó, cogió un pijama minúsculo que claramente no podía irle a Tomás y le dijo a mi mujer: “mira, mamá, qué mono. Si hubiera nacido en invierno…”, que viene a ser como si yo mirara un triciclo por si hubiera nacido hace cinco años, porque Tomás nació en primavera y hasta yo lo recordaba.

Después, subimos a la planta de juguetes… y para Tomas fue el paroxismo, pero no me queda ya espacio en este post. De hecho, la intención inicial era decir algo de este período navideño que se acerca, pero parece que Tomás, fiel a su nombre, ha ‘tomado’ para sí todo el tiempo. Y, mira por dónde, quizás esta es su mejor enseñanza: olvídate de ti por una tarde y dedícala a los otros, a los de cerca o a los de lejos, que a veces quienes más necesitan tu compañía alegre, sosegada y entregada en estos días son los que menos te lo esperas. ¡Y perdón por la extensión!

Buen fin de semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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