Un acto de amor

Después de escuchar los grandes consejos de los conferenciantes de Lovetalks (lovetalks.iffd.org –link a la web del congreso), congreso digital del que ya he hablado mucho, este sábado pasado decidí hacer un gran acto de amor. Me inspiré en la recomendación de mi amigo y compañero de charla en Lovetalks, Pep Borrell, cuando aconsejó a los maridos que estudien los motores de explosión si este es el gran hobby de sus mujeres. Gracias a Dios, no es mi caso.

Sin embargo, una de las actividades que le gusta a Loles y a mí no tanto es ir a la playa, así que el sábado hice de tripas corazón, busqué (¡y encontré!) mi bañador de gomas podridas por el tiempo y nos fuimos a una playa cerca de Barcelona. Tras una breve negociación, pactamos el tiempo de exposición: dos horas.

Hacía muchos años que no iba a la playa en plan arena, es decir, “a full”, como dicen mis hijos. Desde una vez, hace ya varios años, que aterricé en una playa que olía a sudor y en la que apenas distinguía dónde terminaba mi pie y dónde empezaba la oreja del vecino, no había bajado al ruedo. Como mucho, un chiringuito ante el umbral de la arena.

La primera gran alegría fue que no olía a sudor…, no la playa, sino mi nariz, porque hace unos tres años (por unos pólipos en las fosas nasales, no por el Covid) perdí olfato y gusto, y, mira por dónde, el sábado la pérdida se transformó en ganancia.

La segunda alegría fue que el mar, que sí había visitado más veces sin bajar a la playa, sigue sin defraudar: bello, inmenso e inabarcable como siempre.

La tercera fue que nada había cambiado desde la última vez: lo mejor de la playa, al menos de la mía, sigue siendo Loles.

Lo demás, si acostumbráis a bajar a la arena, os lo podéis imaginar. Para los que no os prodiguéis mucho por esos lares, va una descripción parcial. Digo parcial, sobre todo, porque mucho no podía observar. La verdad es que intentaba ir mirando al suelo para no tropezar…, y no me refiero a tropezar con las piedras, que no había ninguna, sino con los torsos femeninos desnudos que se exhibían con cierta insistencia. Sigo pensando que el desnudo es para la intimidad, donde se puede revelar toda la persona sin que se confunda lo que se ve (el cuerpo) con lo que en realidad es (cuerpo y alma) y donde el don de sí a que estamos llamados puede vivirse en plenitud.

Otra curiosidad que me llamó la atención fue la cantidad de tatuajes que moteaban los cuerpos. “Qué suerte, pensé, tienen menos piel para tostar”. Sin embargo, paradójicamente, muchos de los tatuados arremangaban las perneras de sus bañadores hasta casi la ingle, con lo que lo que ganaban por un lado lo perdían por el otro. De pronto, pasó por mi lado un brazo color gamba con un tatuaje que decía: “todos somos familiares”, que, además de la gracia que me hizo, me ayudó a rectificar la intención para sentirme de nuevo familiar, es decir hermano, en el sentido de hijo de Dios, de todas aquellas personas tan aparentemente diferentes.

Llegó la temida hora de tumbarse al sol y quiso la mala suerte (o la concentración de móviles) que no tuviera suficiente cobertura para escuchar las charlas de Lovetalks que tenía pensado. Así que tuve que conformarme con las entrecruzadas conversaciones de nuestros vecinos de toalla.

Me enteré entonces de que la piel de plátano que cayó a mi izquierda pertenecía a Alejandrito, que no quería compartirlo con su hermana Laura; creí oír que hay embarazadas que toman aminoácidos después de hacer deporte y supe que el cazavampiros de no sé qué juego de ordenador es el mejor personaje porque lleva una ballesta.

Aunque quizás lo mejor fue el piropo que le propinó a su abuela un joven hercúleo tatuado hasta la médula después de llevarla galantemente en brazos hasta la orilla del mar para hacerse un selfie. Debes de pesar unos 65 kilos, le dijo, y ante la sorpresa de ella al ver que solo había errado por dos kilos, le soltó, a modo de cumplido: es que me encanta levantar pesos. Y volvió a depositarla en la toalla.

Lo mejor de todo es que, como siempre sucede, mi acto de amor tuvo recompensa: nos encontramos a nuestra hija Bea, Loles me pareció más guapa que nunca… y hasta la arena me pareció menos pegajosa (y eso que había mucha).

Feliz semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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