Hoy, revivimos aquel día en que la divinidad pareció oscurecerse y diluirse en la debilidad humana. Todos los sufrimientos y males del mundo quisieron concentrarse en este Dios desfigurado: todo el mal físico que es capaz de infligir uno de los peores instrumentos de tortura que la iniquidad humana ha podido  imaginar; todo el mal psicológico de haber experimentado el repudio y la cobardía de sus seres más queridos; todo el mal moral de una condena injusta y vengativa, que le degradaba a los ojos de todos a la más miserable condición humana; todo el mal espiritual que le privó incluso de escuchar la voz de su Padre, cuyo silencio incomprensible hería su corazón con más fuerza que la lanza que confirmó su muerte.

Al pie de la Cruz había mucha gente. Estaban los resentidos, los que temían perder su poder y tramaron este final inasumible. Los que se toparon con un proceso público amañado y se vieron impulsados a participar en él. Los que decidieron su suerte y los que agravaron su condena con la burla y el escarnio. Los curiosos e indiferentes, que pasaban por el camino y miraban desconcertados o apartaban la vista con repugnancia. Los funcionarios y soldados romanos, que ejecutaron la condena con la frialdad y la banalidad de quien firma un certificado.

Pero, al pie de la Cruz, estaba también su madre, su amigo y discípulo querido, las pocas personas que no temían compartir su aparente derrota y  com-padecer con él en el momento del dolor.

Estaban.

Estaban cuando Dios parecía oculto. Estaban con su impotencia y resignación, con la desolación de su tristeza. Estaban con la cercanía de sus afectos. Estaban para dar esperanza a Cristo. ¡Qué contrasentido! Un Dios que necesita un atisbo de esperanza humana. Estaban para que Jesús pudiera sentirse amado también en el momento del dolor incomprensible.

Estaban para llevarle el amor de Dios, manifestado casi siempre en el amor de aquellos que no nos abandonan, que se mantienen a nuestro lado y son signo de esperanza. Porque el dolor solo es soportable donde existe la esperanza. La esperanza futura, pero también la esperanza presente, sobre todo en el momento del sufrimiento, la esperanza humana que se transmite a través de la mirada actual, de la presencia, capaz de dar sentido al dolor. La esperanza que es capaz de acoger y vivir el dolor ajeno como si fuera propio.

Y detrás de esta esperanza humana, como oculta, podrá atisbarse la sobrenatural, la que ganó la Cruz de Cristo al pronunciar la última palabra sobre la muerte.

Hoy, la Cruz nos interpela. En el momento del dolor y la desesperación extremas, incluso de aquellas enfermedades que parecen clavar al enfermo al tormento inevitable de una cama que solo conduce a la muerte, la Cruz nos interroga. Quiere saber cómo ‘estamos’ ante ella. ¿Estamos al lado del que sufre para darle esperanza con una mirada llena de significado que le ayude a encontrar sentido a su dolor? ¿O estamos como el funcionario que certifica la condena y solo sabe mostrar el abismo de la muerte?

¡Feliz Pascua de Resurrección!

[Este post está inspirado en la Carta Samaritanus bonus, aprobada por el papa Francisco en 25 de junio de 2020, sobre el cuidado de las personas en fases críticas y terminales de la vida]

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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