Esta semana, invitado por la Fundación Cinco Caballeros, he tenido el privilegio de viajar a Córdoba para presentar el libro que publiqué en el mes de junio, titulado “De dos en Dios, una propuesta de espiritualidad matrimonial en las enseñanzas de san Josemaría”, que, para mi sorpresa y a pesar de lo confesional y específico de su contenido, está despertando bastante interés. La verdad es que no sé por qué me extraña: san Josemaría, con su potente, universal y tantas veces desconcertante mensaje, ha estado siempre entre los best sellers espirituales, ¡y algo habrá transmitido a un libro que quiere permanecer fiel a su espíritu!

El caso es que, durante la presentación, afloró una cuestión que me parece interesante compartir aquí: la del acompañamiento espiritual dentro del matrimonio. No me refiero al acompañamiento desde fuera, sino al que ejercen recíprocamente los propios cónyuges en su propia espiritualidad matrimonial. Es un tema transcendental (en los dos sentidos del término), que admite muy variadas aproximaciones, pues lo primero es siempre la libertad de los esposos. Cuando trataba el tema de la formación espiritual, san Josemaría solía insistir en la libertad: “La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio”, afirmaba.

Partiendo de esta premisa pienso que, en condiciones ordinarias, los cónyuges son los acompañantes y directores espirituales auténticos de su propio matrimonio, y tienen la responsabilidad de formarse para ello. En primer lugar, es importante distinguir la persona del matrimonio. Cuando digo que los cónyuges son directores espirituales de su propio matrimonio, no me refiero a la persona del otro cónyuge, sino a lo que es propio del matrimonio, lo conyugable o matrimoniable. Me explico.

En el matrimonio cabe que uno tenga fe y otro sea agnóstico o pertenezca a una religión diferente. Cabe también que concurran diversos carismas y que cada esposo siga un camino espiritual diferente. Cabe, por último, que, intentando vivir los dos la misma vocación específica, se encuentren en estadios de vida interior diferentes. De hecho, será lo más habitual, sobre todo los primeros años, porque no es tan fácil lograr una sintonía plena en todos los aspectos de la vida.

Por eso, cuando hablamos de acompañamiento matrimonial dentro del matrimonio, y sin perjuicio de acudir al consejo externo cuando sea necesario, se me ocurren tres disposiciones esenciales: delicadeza, apertura y crecimiento.

  • Delicadeza. Es tarea de los cónyuges deslindar el ámbito personal del matrimonial. El grado de influencia en las decisiones es diferente, tal y como sucede en los demás ámbitos de la vida. Yo no puedo decidir el tipo de trabajo ni el nivel de responsabilidad en él que más conviene a mi mujer porque es ella la que ha de enfrentarse a él cada día, ni puedo imponerle un deporte individual determinado porque es ella la que ha de estar cómoda practicándolo. Puedo aconsejarle, pero la decisión última es suya. En cambio, sí puedo, y debo, poner de manifiesto las implicaciones matrimoniales y familiares que dichas decisiones llevan consigo (tiempo, dinero, tensión…) para que podamos valorar y aquilatar conjuntamente la decisión final; y también puedo, y debo, esforzarme en buscar actividades comunes en las que podamos participar los dos, incluso forzando un poco mis propias preferencias. En lo espiritual sucede lo mismo: la vocación es una llamada personal, personalísima, que acontece entre Dios y cada alma, depende de muchos factores, algunos desconocidos incluso para la propia persona que la experimenta, y puede o no coincidir con la del otro. La delicadeza es fundamental en este terreno y las intromisiones hay que medirlas cuidadosamente.
  • Apertura. El amor es el éxtasis de la intimidad, dos intimidades que se abren y salen de sí mismas (éx-tasis: fuera de sí) para darse a conocer. La única manera de penetrar en la intimidad de alguien es que este quiera abrirla, y esta es una tarea de todo matrimonio. La intimidad se comparte en la respuesta entrecruzada del amor. Esta apertura significa hacer partícipe al cónyuge de lo comunicable de mi vida interior. Es cierto que hay una parte de mi intimidad con Dios que es incomunicable: no se puede exteriorizar porque no hay palabras capaces de expresarla. Pero hay otro ámbito, muy amplio y también muy íntimo, que puedo, ¡y debo!, compartir con mi cónyuge.
  • Crecimiento. Una vez hemos compartido nuestras mutuas, personales y distintas intimidades espirituales, ha llegado el momento de crecer espiritualmente juntos. Se crece espiritualmente en el encuentro con un valor más alto que uno mismo. Aquí sí estamos comprometidos los dos y hemos de ayudarnos a ir en pos de esos valores más altos que nosotros mismos que nos harán crecer espiritualmente: la Santa Misa, la oración y la adoración, las prácticas de piedad exteriores, una peregrinación, la formación y participación en distintas actividades espirituales… Son muchos y muy variados los medios que cada matrimonio ha de ir incorporando a su vida para ir al encuentro con Cristo (ahora me dirijo solo a los cristianos) también como matrimonio, eso sí, con la libertad de los hijos de Dios, con criterio propio y convicción personal.

En fin, como decía al principio, es una mera propuesta, que cada alma es un mundo; y cada dos almas unidas en matrimonio, un universo entero en continua e irrestricta expansión.

Buen fin de semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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