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Familiarmente

~ Ser y vivir en clave de familia

Familiarmente

Publicaciones de la categoría: Hijos

Regalos

06 domingo Ene 2019

Posted by javiervq in Familia y sociedad, Hijos, Matrimonio

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En la mesa en la que escribo habitualmente cuando estoy en casa tengo ante mis ojos el cristal pintado que aparece en este post. Representa lo que celebramos en el día de hoy: la manifestación de Dios a toda la humanidad. Los Reyes Magos no eran judíos, pero vinieron de lejos a adorar a un Niño. Y le demostraron su amor trayéndole regalos.

Gary Chapman, en su libro “Los cinco lenguajes del amor”, identifica uno de sus lenguajes del amor con hacer y recibir regalos. Ha comprobado en sus estudios e investigaciones que un buen porcentaje de gente percibe el amor por los regalos que les hacen. Naturalmente, no tienen que ser grandes regalos, con un pequeño detalle bien pensado y cargado de ilusión se colma el deseo que todos tenemos de ser regalados. En el fondo, lo que nos gusta es que se acuerden de nosotros.

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Métricas

05 miércoles Dic 2018

Posted by javiervq in Hijos, Matrimonio

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Es curioso cómo el léxico, que está diseñado para comunicar, puede llegar a alejar cuando se usa como arma arrojadiza. Estos días postelectorales lo vemos en España a niveles casi esperpénticos. Las palabras pierden su sentido y se aplican, con o sin razón (¡qué importa la verdad en esta época de propaganda y frivolidad desbocadas!), con la sola intención de herir y desacreditar al contrario.

Sin embargo, con un mínimo de buena intención y de comprensión (aquello tan manido y tan poco practicado de intentar ponerse en el lugar del otro), es fácil descubrir la realidad que se oculta tras las palabras. Uno de los problemas que dificulta el entendimiento es el arraigo inevitable de un léxico propio en las diferentes culturas y grupos familiares, empresariales, sociales o religiosos.

Sin ir más lejos, hoy mismo hablaba con una persona formada, inteligente y sensata (e intuyo que de procedencia cultural diferente a la mía), especializada en la consultoría de organizaciones, que ha utilizado una serie de expresiones que, en principio, me resultaban ajenas y de difícil comprensión, pero que he ido identificando progresivamente.

Por ejemplo, en un momento determinado de la conversación, ha dicho que para él era importante tener métricas, que rápidamente he interpretado como sistemas de medición, lo cual es muy propio de la empresa: lo que no se mide, no se conoce y no puede evaluar.

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Disfrutar de la vida

24 lunes Sep 2018

Posted by javiervq in Crecimiento personal, Hijos, Matrimonio

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“La medida en el amor está en amar sin medida” es una de las frases de san Agustín que uno ve escritas y dichas con frecuencia. Es bonito decir frases bonitas. Y también es fácil. Vivirlas ya es otra cosa.

Un momento en que se da una fuerte presión social para poner medida al amor es el periodo inmediatamente posterior al matrimonio, en caso de que este exista, claro. El momento de decidir la concepción del primer hijo.

“¡Pero, hombre, no os precipitéis! Disfrutad unos años de la vida y ya luego vendrán los hijos”, suele ser el consejo más escuchado en ese periodo. “¿No ves que ahora te quitará la libertad de los mejores años de tu vida y puede dificultar tu carrera profesional?”.

Desde luego, respeto la postura de quien así piensa. Pero ahora quiero dirigirme a quienes habiendo apostado por la vida sufren esa presión de todo su entorno.

A mí me sucedió algo parecido. Me casé muy joven (con 22 años) y me puse a estudiar una oposición (que después dejé para dedicarme a la abogacía), mientras mi mujer trabajaba. Ya esa decisión fue un notable escándalo en mi círculo de amigos. No se estilaba casarse tan pronto, y menos aún sin que el marido tuviera un trabajo fijo.

Pero en ningún momento se me ocurrió, se nos ocurrió, que debiéramos aplazar el nacimiento de nuestro primer hijo. Y eso que nos costó lo nuestro. Cada mes que pasaba sin que mi mujer se quedara embarazada suponía una gran decepción.

Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que lo que nos sucedía era justamente lo mismo que ocurre a quienes aconsejan, y ya aconsejaban entonces, esperar. La razón que nos movía a buscar denodadamente abrir paso a la vida en nuestro matrimonio era, paradójicamente, la misma: ¡queríamos disfrutar de la vida! Y pensábamos que la mejor manera de disfrutar de la vida era con la vida misma, con la vida que llevábamos en nuestras entrañas.

¡Y vaya si lo hicimos! Aún recuerdo con nostalgia aquellos años en que el tiempo del amor propio se deslizaba entre los dedos y se transformaba en amor paterno, a veces casi impuesto y a contrapelo, pero siempre con la fuerza y la intensidad de lo nuevo y maravilloso. Aquel tiempo en que leer un libro constituía una auténtica proeza y dormir ocho horas, un bendito regalo. Y, sin embargo, era un tiempo feliz, de abandono de sí mismo. Un tiempo en que percibías con inusitada intensidad que la vida te estaba regalando un crecimiento personal que ni el mejor gurú del mundo te podía proporcionar.

Aunque entonces yo no sabía expresarlo, amaba tanto a mi mujer que no era capaz de separar su persona de sus bienes. Y buscaba, acaso sin plena conciencia de hacerlo, todo aquello que la completara como persona y nos colmara a nosotros como matrimonio. ¿Y cuál era el bien fundamental sino la vida, la vida que intuíamos se escondía en nuestros cuerpos?

Gracias a Dios, mis amigos más próximos pensaban del mismo modo, aunque quizás debería decir que ninguno de nosotros lo pensábamos mucho: amábamos a nuestras mujeres y eso era suficiente. Veíamos natural que, junto con la diversión, el servicio, el tiempo juntos, las delicadezas, las caricias, los abrazos y la relación sexual, los hijos formaran parte de la esencia del amor matrimonial. Y, como todos teníamos hijos y estábamos igual de ocupados con ellos y en ellos, compartíamos anhelos y experiencias, agobios y alegrías. Nos acompañábamos en el camino de la vida y disfrutábamos de ella con mucha más intensidad, en parte y precisamente, gracias a los hijos que tuvimos sin poner límite ni trabas al amor, como Agustín de Hipona aconsejaba.

El tiempo también me ha mostrado que muchos de aquellos que decidieron aplazar sine die la llegada de los hijos y calcularon con la fría y torpe cabeza (¡que tan poco sabe de amores!) su trayectoria profesional, matrimonial y paternal, acabaron encerrados en su propio cálculo y, cuando se despertaron al amor completo, la naturaleza les negó o dificultó gravemente su programa.

La vida tiene una parte de misterio que nadie puede descifrar. Hay que aceptarlo. Ni en este siglo de las seguridades somos capaces de controlarlo todo. Mi consejo, pues, a los recién casados no puede ser otro que el de Agustín. No te engañes. Pon lo esencial primero. Ábrete al amor sin condiciones y no juzgues el futuro con tus capacidades del presente, que, cuando llegue a tu vida ese hijo tempranero, tu amor de padre y de madre te mostrará el camino a seguir con una nueva lucidez y competencia.

¡Y a disfrutar de la vida!

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Uniformes

10 lunes Sep 2018

Posted by javiervq in Hijos, Matrimonio

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En alguno de los múltiples cursos de Family Enrichment (orientación familiar) en los que he participado en mi vida aprendí la diferencia entre responsabilidad y ejecución en lo que se refiere a las tareas del hogar y la familia.

La responsabilidad es (ha de ser) siempre compartida entre marido y mujer. Ambos han de decidir de mutuo acuerdo su propio estilo, ir concretando las distintas tareas y obligaciones domésticas y, después, distribuirlas y asignar su ejecución a quien corresponda. Pero la responsabilidad no termina ahí: consiste no solo en decidir y asignar las tareas, sino, sobre todo, en exigir que se cumplan por el encargado.

Quién sea el encargado no tiene mayor importancia: el que corresponda según las circunstancias de la familia. Puede ser alguno de los hijos, de los padres o la persona que ayuda en casa, si la hay. Ejecutar las tareas es lo fácil. Lo que más cansa es responsabilizarse de que se cumplan… y por el encargado, sin suplirle cómodamente, que cuesta más exigir a los hijos que hacer las cosas por ellos.

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Los desheredados

14 martes Ago 2018

Posted by javiervq in Familia y sociedad, Hijos, Libros

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Cuando se estrenó la película La Pasión, dirigida por Mel Gibson, salía yo del cine y escuché, delante de mí, a dos jóvenes debidamente rasurados y tatuados entablar una conversación parecida a esta:

  • ¡Qué tío, el Jesús ese! ¡Qué huevos (en realidad, la expresión fue menos metafórica)! ¡Cómo le contesta al Pilatos!
  • ¡Sí, tío!… Oye, ¿y el que se ahorca era el Pedro o el Judas? ¡Es que se parecían un huevo!

Me ha venido a la memoria esta escena tras la lectura de un libro muy recomendable que me aconsejó mi buen amigo Álex Jordán: “Los desheredados, por qué es urgente transmitir la cultura”.

El libro, escrito por François-Xavier Bellamy, un joven profesor de filosofía francés, aborda con especial lucidez la evolución de la educación en la modernidad. El autor conecta la conclusión de Descartes (solo lo que yo piense es claro e indubitado), con la intuición de Rousseau (la transmisión de la cultura ha introducido la maldad y degradación humanas: la ignorancia del ‘buen salvaje’ es el estado del ser humano que le aportará la sabiduría natural. Véase, como demostración de su influencia, la película Avatar) y culmina con el desarrollo del marxista Bourdieu (la escuela, la familia, la iglesia… son lugares de coacción en los que se perpetúan las diferencias sociales al transmitir un capital cultural clasista contra el que hay que luchar para no condicionar a los estudiantes).

Estos tres autores, junto con otros, han ejercido, en efecto, una decisiva influencia en el rechazo de la transmisión del conocimiento en la educación actual, donde prevalece la apuesta por los recursos, los medios, los debates…, frente a la transmisión del saber mediante el estudio, la lectura y la memorización.

“El desarrollo de las nuevas tecnologías -afirma el autor- deja entrever, en efecto, la posibilidad de un cumplimiento inaudito de la promesa de Rousseau, el de una infancia liberada, por fin, de toda transmisión. Porque, de ahora en adelante, todo el saber estará accesible en Internet y ya no es necesario imponer a nuestros sucesores la condena de tener que aprender”.

La tesis del autor es la que todos intuimos: “el hombre es, por naturaleza, un ser necesitado; y, en la primera línea de las necesidades que le afligen, se encuentra la cultura”. El ser humano es un ser “de mediación”, no es in-mediatamente hombre; necesita a los otros, le es precisa la mediación de los demás para llegar a ser él mismo. Y una mediación esencial es la de la cultura.

“Aprender de memoria es dejar que un texto, una música, un saber nos habiten, nos transformen, eleven y aumenten nuestro espíritu y nuestro corazón hasta la altura que le es propia”. Aprender un poema no es lo mismo que encontrarlo en la web, porque los versos aprendidos habitan en nosotros y nos conforman y configuran como seres humanos. Nada hay más hermoso, afirma Bellamy, que aprender de memoria, “par coeur”, “by heart”.

Y otro tanto sucede con el lenguaje. Hace falta cierta riqueza de vocabulario para ser capaz no solo de expresar, sino también de sentir las emociones. ¿Cómo va a poder distinguir un joven con lenguaje empobrecido entre “amar”, “estimar”, “apreciar”, “admirar”, “agradar”, “adorar”, “querer”, “adular”…?, se pregunta el autor, con acierto y preocupación.

El aprendizaje esforzado de la cultura, de una cultura determinada, y no la informe universalización indiferenciada que hoy proponen las tecnologías, contribuirá mucho más a la paz y el respeto en el mundo que todos los debates escolares y asignaturas de educación ciudadana: “recuerden a los estudiantes, en todos los reglamentos y documentos que quieran, que el sexismo está mal; reúnan a los universitarios para hacerles reflexionar sobre el respeto al otro; todo eso no servirá para nada. En cambio, háganles estudiar la vida de Juana de Arco, su historia, su proceso; denles a leer a Madame de La Fayette; háganles aprender todo lo que Madame Curie ha dado a la ciencia: ¿cómo podrá ni un solo alumno afirmar después que la mujer es inferior al hombre?”

No importa qué cultura se transmita, en cada lugar la suya, porque solo el amor a una cultura podrá generar la admiración y el respeto por las otras, al igual que el amor a unos padres, con sus luces y sus sombras, nos permite reconocer y respetar el amor que los demás tienen a los suyos.

Pero, para transmitir la cultura hace falta esfuerzo… y una autoridad que lo exija: “a veces parece como si estuviera creciendo una generación de niños salvajes, una generación de jóvenes abandonados a la inmediatez compulsiva de sus apetitos, instintos e impulsos”. Transmitir lo mejor que hemos recibido no limita la autonomía de nuestros hijos, sino que les abre el camino a la libertad con la que podrán decidir su propia trayectoria, cercana o alejada de la nuestra. “No hay acto de amor más grande que el acto de la autoridad”, llega a afirmar Bellamy, de una autoridad que muestra al niño un verdadero interés por él que nunca podrá percibir en la indiferencia de quien nada exige ni prohíbe.

Volviendo a la anécdota con la que he empezado, recuerda el autor que la ignorancia vuelve mudas las estatuas, indescifrables los cuadros y las imágenes, incomprensibles los textos, ininteligibles las catedrales, irreconocibles nuestros más cotidianos rituales y expresiones.

La conclusión del libro (una de ellas) es demoledora: al abandonar la transmisión de la cultura, engendraremos, ciertamente, el buen salvaje que soñaba Rousseau, pero ese salvaje, desheredado de toda herencia cultural, ha perdido toda posibilidad de dar cumplimiento a su humanidad y solo encuentra un medio para imponer sus ideas propias: la violencia. “Lo constatamos ya: en todos los terrenos en los que la autoridad ha desertado prosperan los radicalismos más delirantes y la violencia más absurda. Si la familia y la escuela persisten en la renuncia del papel que deben jugar, pronto tendremos que recordar que ‘las civilizaciones son mortales’”.

¿Estaremos acelerando la muerte de la nuestra?

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Al final lo que dice de que no sabrán apreciar nada

Gentleman Jack

19 jueves Jul 2018

Posted by javiervq in Crecimiento personal, Hijos

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El teniente Jack Cambria, que se jubiló el año pasado, ha dedicado más de treinta años de su vida, como experto en negociación del New York Police Department’s (NYPD’s), a liberar rehenes y convencer a suicidas y atracadores para que desistan de su propósito. Su brillante carrera ha suscitado un reconocimiento general y, recientemente, le entrevistaron en el Wall Street Journal. Sus declaraciones las comenta Katie Shonk en el blog del Programa de Negociación de la Harvard Law School y nos pueden ayudar a nosotros, padres de familia, a “negociar” con nuestros hijos. Pienso, especialmente, en los adolescentes.

Predisposición. Cambria explica que, cuando accedió al cuerpo de policía, tenía preconcebidos a los homeless como ‘sucios’, ‘violentos’ y ‘mentalmente enfermos’. Un día, inspeccionando la mochila de uno de ellos, encontró una obra de teatro en la que el homeless explicaba sus luchas por mejorar en la vida. “Esos dos minutos, explica Cambria, bastaron para transportarme desde el homeless que llevaba en mi mochila hasta el dramaturgo que encontré en la suya”, y su visión cambió totalmente. A partir de ese día, su mirada prevenida y desconfiada se transformó en una sonrisa que le hizo ganar el sobrenombre de ‘Gentleman Jack’ en los suburbios neoyorquinos. Descubrió que la sonrisa era mucho más eficaz que la desconfianza. Partiendo de esta premisa, Jack Cambria da tres consejos para cualquier negociación:

  1. Tratar primero las emociones. Cualquier actitud de aparente agresividad responde a emociones y relaciones, por lo que ellas son las primeras que hay que gestionar. Sea lo que sea lo que pidan los secuestradores, detrás de ello hay una preocupación emocional subyacente (deseo de respeto, de atención, de amor). Por lo tanto, antes de dar una respuesta racional, es conveniente intentar conectar emocionalmente y descubrir el sentimiento que hay detrás de la acción. De esta manera es más fácil tratar el asunto con calma y comprensión mutua.
  2. Aprender a escuchar. Tanto a nivel emocional como a nivel racional, la escucha atenta y sin prejuicios es fundamental. En lugar de introducirse, desde la razón, en un debate sin salida con reflexiones del estilo “pero, hombre, si tiene usted toda la vida por delante”, Cambria aconseja escuchar mucho, intentar descubrir las ansiedades del secuestrador y utilizar frases de soporte, del tipo “entiendo que se sienta incomprendido”. Es más importante comprender sus motivaciones que preparar nuestra respuesta, para lo cual hay que escuchar con todos los sentidos puestos en ello. El lema del equipo de Cambria es: “talk to me”.
  3. Construir la confianza con pequeñas concesiones. No es difícil encontrar pequeñas concesiones que pueden ayudar a facilitar una solución que no era la inicialmente querida por el atracador, pero que era previsible si su plan fallaba. Por ejemplo, dejarle elegir el distrito de policía al que ir (por lo visto, para él tiene su pequeña importancia). Katie Shonk, en su artículo, traslada la cuestión a la negociación profesional y sugiere, por ejemplo, conceder que la reunión tenga lugar en la oficina de nuestro interlocutor, como deferencia hacia él.

Diría que en los anteriores consejos hay suficiente materia como para replantear la relación con nuestros hijos, y sigo pensando especialmente en los adolescentes, que están sumidos en esa confusión temperamental de no fácil manejo.

Por ejemplo, nuestro hijo no ha terminado los deberes, tal como habíamos convenido, y nos dice que se va a poner a jugar un rato a Fortnite (o cualquier juego de ordenador online) con sus amigos, lo que significa, con toda probabilidad, que ya difícilmente los terminará.

Nuestra predisposición puede ser: “ha faltado a su palabra y no quiere hacer los deberes”, pero también podría ser: “quiere hacer los deberes, pero le cuesta y le atrae más jugar con sus amigos”. La primera incorpora un juicio de intenciones que pone a la defensiva y aleja. La segunda, más comprensiva, aproxima.

Nuestra reacción puede ser estrictamente racional: “Has dicho que harías los deberes antes de jugar. Has de ser consecuente con tus decisiones. No puedes jugar hasta que los termines”.

La reacción Cambria podría ser más bien algo así: “la verdad es que este juego no lo acabo de entender: ¿en qué dices que consiste?” o algo similar, y, al rato: “hummm…, pues sí parece divertido…, y, dime, ¿los deberes cuándo los harás, ahora, en un momento, y así ya están, o dentro de un rato? No te queda mucho tiempo, ¿los haces ahora o fijamos una hora para terminarlos? ¿Qué prefieres? Eso sí, ¡con la condición de que ganes a tus amigos!”. Y aquí viene lo más difícil: creerle y que lo note, aunque estemos convencidos de que no los va a hacer. Y avisarle cuando llegue la hora, claro.

En fin, que nadie lo tome como receta. Es una propuesta y no siempre será el mejor camino. Cada uno conoce a los suyos y es el más indicado para afrontar la situación concreta en que se encuentra. Pero sí aconsejo dar alguna vuelta a las recomendaciones de ‘Gentleman Jack’: nos pueden ayudar a descubrir nuevos y fructíferos caminos que explorar. Al fin y al cabo, nuestros adolescentes nos ponen muchas veces en situaciones de estrés que poco tienen que envidiar a un robo con rehenes.

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Tengo a mis hijos…

17 jueves May 2018

Posted by javiervq in Familia y sociedad, Hijos, Matrimonio, Uncategorized

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“El miércoles no puedo, tengo a mis hijos por la tarde”, me contestó el otro día un abogado cuando le propuse tener una reunión. Estaba separado y esa tarde recogía a sus hijos en el colegio y la dedicaba a ellos, pues el resto de la semana convivían con su madre. No era la primera vez que me daban esa razón para descartar un horario de reunión. Como las otras veces, lo encontré muy natural. ¡Faltaría más! Lo primero es lo primero. Y la familia está por encima del trabajo. Pero esta vez me dio que pensar.

Es una experiencia común darse cuenta de lo que uno tiene cuando percibe el riesgo de perderlo. Con la familia también sucede. Tu mujer, tu marido, tus hijos están ahí. No siempre tenemos conciencia actual de su existencia ni de la influencia que ejercen en nuestro bienestar. No se quejan mucho de nuestras ausencias, de nuestras desatenciones, de nuestra falta de disponibilidad. Y, de pronto, un día, por la razón que sea, percibimos su ausencia, el riesgo de perderlos, de que se alejen de nuestras vidas… y reaccionamos.

¿Alguien ha recibido alguna vez una respuesta como esta al convocar una reunión?: “Lo siento, el jueves no puedo, tengo a mi mujer y a mis hijos por la tarde”. Sonaría extraña. Claro que podría cambiarse por: “lo siento, el jueves no puedo, lo dedico a mi marido y a mis hijos”, porque, claro, tenerlos, lo que se dice tenerlos, los tenemos siempre. Y acaso ese sea el problema. Están ahí y nos cuesta percibir el riesgo de perderlos.

Escuché una vez a un experto en gestión de tiempo protestar vehementemente contra la conciliación familia-trabajo, contra el balance, el equilibrio entre estas realidades. “¡Cómo vamos a conciliar o equilibrar realidades que están en un nivel tan diferente de importancia!  Podemos arriesgarnos a perder el trabajo, es duro, pero es sustituible. ¡Pero no podemos arriesgarnos a perder la familia!”, argumentaba. Y defendía que podemos estar engañándonos toda la vida buscando términos soft que disimulen la distinta entidad de estas realidades, pero hasta que alcancemos la conclusión de que la única relación posible es la subordinación del trabajo a la familia, no encontraremos la felicidad en este ámbito. Creo que, últimamente, los más expertos prefieren hablar de ‘integración’ de la vida laboral y la vida de familia. Mucho mejor.

Hay trabajos muy exigentes. Y también mucha gente que se engaña a sí misma acerca de la importancia del trabajo o la profesión, cuya relación con la persona y la familia, aunque a veces nos cueste verlo, es de medio a fin.

Y no creo que sea solo una cuestión de horas (que también), sino de prioridades. He conocido personas que han pasado temporadas de durísimo trabajo, con exigencias de dedicación casi sobrehumanas y no han dejado de llevar consigo a su familia ni de volver a ella una y otra vez, creativa y perseverantemente, en cuanto podían.

No me cuesta admitir que en este terreno la mujer suele ir por delante del varón. Ella lleva siempre a su familia consigo con tremenda naturalidad. Nunca se olvida. No tiene vergüenza alguna de hablar de su familia en cualquier reunión, por encopetada que sea. A nosotros nos cuesta más. ¡Y cuánto ayuda a humanizar las relaciones meter la familia en la conversación!

Vuelvo al principio. La respuesta de aquel abogado me ha hecho reflexionar. ¿No deberíamos, precisamente los que estamos casados, es decir, los que hemos hecho profesión de amar, ser más explícitos acerca del amor a nuestra mujer o marido y a nuestros hijos?  ¿No tendríamos que evidenciar más palmariamente la preferencia, una tarde o una mañana cualquiera, de nuestra familia sobre el trabajo o, simplemente, hablar de ellos en cualquier ocasión?

Soy consciente de que es una realidad muy compleja. Hay grandes expertos, trabajos muy diferentes, algunos con sujeción horaria inevitable (lo que no excluye la ‘presencia’ de la familia), y no se puede generalizar. Solo quería apuntar una reflexión personal y lanzar al aire una pregunta que me hago a mí mismo: ¿es mi familia realmente prioritaria? Y, ya puestos, sugerir un camino: hacer más visibles a nuestras familias; visibilizarlas, como se dice ahora.

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Sexo sin amor

09 viernes Mar 2018

Posted by javiervq in Hijos, Matrimonio

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Ricardo Yepes utiliza una gráfica expresión para referirse al sexo sin compromiso. Le llama “la sonrisa falsa” porque una sonrisa falsa es un grupo de músculos que se mueven para expresar lo que en verdad no significan.

La entrega de la mera sexualidad sin la entrega de la persona entera comparte esta condición: expresa lo que no significa. Parece querer darlo todo, pero acaba entregando solo una parte. Desde el punto de vista intencional, esta entrega puede ser absolutamente burda y superficial o puede ser sincera y honesta, aunque en ambos casos sea incompleta.

Hace tan solo unas décadas, la entrega más burda de la sexualidad, es decir, la relación meramente genital y corporal, fría, sin mayor pretensión ni afecto alguno, al más puro estilo animal (pero con la sofisticación humana del placer), solía identificarse con la prostitución. Todo el mundo comprendía que era producto de un ansia de satisfacer instintos que conllevaba una degradación de la persona, que se utilizaba como mero instrumento de placer, como mero objeto al servicio del ‘cliente’, pues de la prostituta no se esperaba otra cosa que la entrega del cuerpo. Y de un cuerpo desgajado de la persona, si eso fuera posible. Así se evitaba cualquier riesgo de vínculo emocional que pudiera complicar la cosa al cliente. Era muy importante no enamorarse, ¡y todavía más no amarse! Sin embargo, surgían problemas: costaba dinero y propiciaba la transmisión de ciertas enfermedades asociadas a la promiscuidad.

Hoy el tema se ha perfeccionado y se han resuelto en buena parte estos inconvenientes. Ya no hace falta pagar. Hay aplicaciones que te indican las personas-objeto que están cerca de ti por si quieres utilizarlas un rato. O, todavía mejor, para evitar el engorro de tener que ir buscándolas y reducir el riesgo para la salud, puedes cerrar con alguna de ellas un acuerdo, normalmente verbal, de uso recíproco de cuerpo ajeno. Para que la sonrisa sea totalmente falsa, se utiliza un eufemismo que acaba degradando no solo a la persona sino también la amistad: a ese objeto-persona se le llama follamigo/a. Lo que ya no sé es si se puede incluir una cláusula de exclusividad para reducir aún más el riesgo de padecer enfermedades de transmisión sexual.

Uno de los rasgos más destacados de la sexualidad humana es que tiende a la unión personal y la genera. El follamigo o follamiga de turno está probablemente convencido de que ese sexo desinhibido es un juego inocuo e inocente. No se da cuenta de que la relación sexual tiene, en la persona humana, lo que podríamos llamar ‘razón de amor’ y es una fuerza unitiva muy potente. Unir está en su naturaleza. Es lo suyo.

Uno de los problemas de entregar la sexualidad de esta manera tan trivial es que ese efecto de unión se sigue produciendo, aunque los follamigos no quieran verlo. Pero, claro, como se ha anulado la persona y solo se busca el placer que provoca su cuerpo, el efecto de unión se produce solo con los genitales, no se eleva al nivel de la persona. Y ya se sabe que todos los genitales ‘despersonalizados’ son igual de eficaces en lo que a generación de placer se refiere. Son sustituibles.

La consecuencia es que quienes acceden a este tipo de relación no se aperciben de que, con cada una de ellas, se van vaciando por dentro. Algo de su interior se escapa en cada encuentro y va hipotecando su capacidad de amar en el futuro. Además, de tanto tratarse a sí mismos como objetos, acaban contemplando a los demás como instrumentos de su propio placer y se alejan del ideal de amor: querer el bien del otro en cuanto otro y no en cuanto instrumento de mi propia felicidad.

A veces escandaliza la profusión de la pornografía. He aquí una de las razones de su existencia. La unión de la persona con una persona-objeto no es capaz de colmar los altos anhelos del corazón humano. No es suficiente. Y acaba sucediendo lo mismo que pasa con los objetos de verdad —el dinero, los móviles, los coches, las casas, los vestidos o los relojes—: que siempre queremos más y mejor, y vamos en pos de la última versión, de la experiencia nueva, de la más moderna sofisticación…, hasta generar una adicción.

Solo la persona entera, con exclusión de toda reserva, con todo su cuerpo y sus afectos y su voluntad y su inteligencia, con todo su presente y todo su futuro, con toda la profundidad de su ser insondable es capaz de colmar esas altas aspiraciones del alma humana.

Claro que para una entrega de esta naturaleza hace falta algo que hoy es difícil de encontrar: una libertad soberana. Solo un ser soberanamente libre es capaz de casarse. Pero de esto hablaremos otro día.

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Tácticas de amor

26 viernes Ene 2018

Posted by javiervq in Hijos

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En el último post introduje el tema de la educación sentimental, afirmando que hemos de lograr que nuestros hijos (y nosotros mismos) lleguen a sentir la verdad: lo bueno como bueno y lo malo como malo, para que su propio organismo afectivo les ayude a actuar y reaccionar adecuadamente ante la realidad que les circunda. Esta semana he coincidido con Marisa, una buena amiga mexicana, quien, apenas saludarnos, me inquirió: Javier, leí tu último post y estoy muy de acuerdo…, pero, ¿cómo hacerlo? ¡Dame algún tip!”.  Lo primero que hice fue remitirle a Loles, mi mujer, porque, como saben bien los que me conocen de verdad, mi papel consiste muchas veces en elaborar las teorías que ella antes ha puesto en práctica.

¡Ojalá existiera una receta! Ahora mismo la copiaba de donde fuera y la daba a conocer a todos los lectores de este blog, pero me temo que, como enseña Gregorio Luri, “no hay soluciones técnicas para las cuestiones humanas”.

Sin embargo, pienso que sí se pueden enunciar algunos principios que ayuden a desarrollar las ‘estrategias de amor’ (virtudes) de que hablaba en mi anterior entrada en un nivel más táctico, que proporcione herramientas para la educación de los sentimientos. Naturalmente, cada uno tendrá que concretarlos según su propia circunstancia. Veamos algunos.

Principio biográfico. Me parece que es importante hacer un esfuerzo por generar una rica y atractiva biografía familiar, un acervo de tradiciones propias, eventos, anécdotas, experiencias familiares que creen un perfil propio con el que nuestros hijos se puedan sentir identificados. Afirma Julián Marías que “no se piensa con el cerebro, sino con la vida, con la vida biográfica”. Y es bueno que nuestros hijos se identifiquen con una manera de ser, la de nuestra familia, que les irá configurando también afectivamente. Así, cuando regresen de la adolescencia (en algún momento entre los 30 y los 50 años, siento no poder ser más preciso), un buen día se reencontrarán con lo que en verdad son y redescubrirán aquellas virtudes que en mala hora abandonaron. Es el efecto ‘magdalena de Proust’, hoy más conocido como efecto Ratatouille.

Principio de realidad: nuestros hijos tienen que aprender en casa que las cosas son como son y no se pliegan siempre a su capricho, que existe una realidad fuera de ellos que tiene su propia entidad que hay que respetar. Que los otros existen y son como son, verdaderamente otros, resistentes, reales y diferentes a uno mismo. Y que muchas veces serán ellos los que tengan que adaptarse a la realidad y no esta a su arbitrio. En términos más prácticos: que si tienen un problema que pueden resolver ellos, no se lo resolvemos nosotros; si se atascan en el triciclo, nos limitamos a ver cómo se desatascan; si se olvidan el bocadillo, no se lo llevamos a la escuela; si se van sin jersey, pasan frío; si llegan tarde, no juegan el partido y no llamamos al entrenador para excusarles; si no trabajan a cierta edad, tienen poco dinero; si hay un funeral, se alteran los planes; si el abuelo está en la clínica o necesita compañía, también se modifican los planes personales, porque se le va a ver cuando a él le conviene, no cuando a nosotros nos va bien. Naturalmente, que nadie se escandalice, caben las excepciones, que somos una familia, no un ejército. Creo que se entiende el mensaje, es muy sencillo de expresar: “hijo, hija, tú no eres el ombligo del mundo”.

Principio de proporción: los acontecimientos y sucesos tienen distinto valor, y los sentimientos que generan son cuestionables. Su pequeña contradicción no tiene el mismo peso que el dolor ajeno; la muerte del gato es triste, pero no es comparable con el dolor de un atentado terrorista; se puede ir al cole con un dolor de cabeza y sonreír durante una mala digestión; el desplante de una amiga no tiene porqué proyectarse a la familia, como el enfado con un hijo no autoriza a deteriorar a la relación con nuestro cónyuge. Como escribí en otro post, mi hermano pequeño, que es monje mendicante, me dijo una vez: “el pobre vive en lo profundo de la vida”, es decir, sus decisiones diarias tienen tal calado que pueden afectar de manera seria e irrevocable a su vida, a su salud o a otros bienes auténticos. Lo contrario que suele suceder a nuestros hijos (y a nosotros mismos), que vivimos demasiadas veces en la superficie de la vida, inmersos en decisiones y eventos frívolos e insustanciales. Creo que es un buen consejo este de llevar a nuestros hijos, de vez en cuando, física y no solo espiritualmente, a lo profundo de la vida, a la pobreza y la precariedad, para que vean otra realidad.

Principio de emulación. Afirma Romano Guardini que “el factor más eficaz para educar es cómo es el educador; el segundo, lo que hace; el tercero, lo que dice”. Nuestros hijos, de pequeños, copian lo que hacemos, pero muy pronto acaban viendo lo que somos. No hace falta decir nada más.

Principio de buen humor. La mejor manera de ‘atemperar’ los sentimientos de nuestros hijos, es decir, de ayudarles a desarrollar un buen temperamento, de manera que logren adaptar sus sentimientos a la realidad, es reírnos mucho de nosotros mismos, de nuestros errores y desaciertos, de nuestras emociones a veces tontas y egoístas… y también, con delicadeza, pero con realismo, y siempre junto con ellos, de las suyas.

Y, como siempre, ¡mucho ánimo!

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Estrategias de amor

13 sábado Ene 2018

Posted by javiervq in Crecimiento personal, Hijos, Matrimonio

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C.S. Lewis, el autor de “Las Crónicas de Narnia”, entre sus muchas obras, escribió un opúsculo denominado “La Abolición del Hombre” en el que afirma: “sin la ayuda de sentimientos orientados, el intelecto es débil frente al organismo animal. Yo jugaría antes a las cartas con un hombre escéptico respecto a la ética pero educado en la creencia de que “un caballero no hace trampas” que con un intachable filósofo moral que haya sido educado entre estafadores. En medio de una guerra no serán los silogismos los que mantendrán firmes los nervios y los músculos tras tres horas de bombardeo. El sentimentalismo más burdo hacia una bandera, un país o un regimiento sería más útil”.

En otras palabras, ya podemos esforzarnos los padres en transmitir a nuestros hijos las más grandes y bellas verdades o los más altos principios, que si no les hemos enseñado a “sentir” —así: sentir—  agrado y simpatía por lo que “en verdad” y no “en apetencia” es bueno y verdadero, y disgusto y repulsa por aquello que, también “realmente”, es malo o falso, todos nuestros esfuerzos pueden ser en vano. Si sus sentimientos no han sido educados parejamente a su entendimiento y, por el contrario, han campado arbitraria y caprichosamente por sus anchas, serán incapaces de hacer suyas esas verdades porque, aunque quieran, no podrán ni sabrán vivirlas y sentirlas como propias.

¿Y cómo se educan los sentimientos? Me temo que no hay otro camino que el de la virtud, la adquisición de hábitos buenos.

Ahora bien, la virtud tiene dos aspectos inseparables: uno es el hábito. El sentimiento necesita un cierto acostumbramiento para hacer suya una acción. Por ejemplo, yo, a los 15 años, estaba acostumbrado a decir palabrotas, me sentía natural diciéndolas y parecía que formaban parte de mi configuración personal. Sin embargo, con el tiempo y cierto esfuerzo, fui abandonando esa manera de hablar adolescente y hoy me resulta extraña; más bien he de forzarme para decirlas, salvo alguna que surge espontáneamente en momentos puntuales.

Toda virtud requiere, pues, entrenamiento. Pero ese entrenamiento, ese hábito adquirido no se transformará en virtud (he aquí el otro aspecto) hasta que se dirija al amor. Si todo mi esfuerzo por hablar educadamente hubiera tenido como única finalidad ascender socialmente o poder adular a quienes pueden favorecerme, pongo por caso, habría quedado en mera perfección técnica egoísta, y no sería virtud propiamente dicha. Por eso, Paul J. Wadell define a las virtudes como “estrategias de amor”. Son estrategia, técnica, entrenamiento, pero dirigidas al amor. Si no, se desvirtúan (nunca mejor dicho).

Por eso, al educar los sentimientos de nuestros hijos, es importante que vayan asimilando ciertas acciones para integrarlas en su configuración sentimental, que las perciban como suyas, como propias de su organismo a fuerza de repetirlas. Pero más lo es aún que sepan ver en su entorno un destino atractivo al que dirigir esas competencias que van adquiriendo. En otras palabras, que descubran la verdad y el bien rodeados de belleza, para poder seguirlos con esos hábitos que han ido desarrollando.

Por ejemplo, si usted quiere que su hijo llegue algún día a amar a una persona para siempre, comience por ayudarle a poner las últimas piedras en lo que haga, a terminarse la manzana que no le gusta, a prestar servicios a la familia, para que comprenda, a golpe de esfuerzo personal, que hay una realidad fuera de él que no se transforma según su capricho, que un alimento no es un desecho ni una persona un instrumento, que el amor es muchas veces esforzado y que él no es el centro del universo.

Pero, al mismo tiempo, muéstrele la belleza, la verdad y el bien que hay en el matrimonio para que pueda enamorarse de él. Muéstrele la cara amable de su propio matrimonio: la preferencia que tiene siempre su esposa sobre su trabajo, sus amigos, sus aficiones ¡o sus propios hijos!, el beso especial que reserva para ella, los detalles que le prepara, las galanterías que le brinda, la atención que le procura, el roce, el cariño, los abrazos, el entrelazar de manos, el sentarse juntos, la alegría de su vida matrimonial.

Si no, aunque, con el correr de los años, sea capaz de entender con la inteligencia que el amor para siempre es el ámbito privilegiado de la felicidad, su voluntad no será capaz de preservarlo y su sentimiento, que tantas veces es la prolongación de la voluntad, no percibirá una atracción suficiente que le impulse.

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