En las últimas semanas, con ocasión de unas declaraciones francamente ofensivas para las mujeres, resulta inevitable que Donald Trump se cuele en las conversaciones. Sin embargo, me voy a abstener de hablar del personaje; sé muy pocas cosas de él y podría ser injusto. Tampoco analizaré sus palabras, no sea que vaya a fomentar la obscenidad.
Pero sí me gustaría analizar el trasfondo que subyace bajo esta postura (o impostura). Esta sociedad nuestra tiene de vez en cuando algunos ramalazos farisaicos que llaman la atención.
Me explicaré. Buena parte de nuestra sociedad está instalada en una enfermedad del alma que no quiere reconocer: la ignorancia de que el cuerpo es también parte de la persona y tiene su misma dignidad.
Lo habitual en muchos entornos es que al cuerpo se le trate como a mero objeto. Por ejemplo, entre los jóvenes ya no escandaliza a nadie que, además de amigos y conocidos, se tengan uno o varios follamigos/as. Como suena. Se trata de un cuerpo con el que se evita tener otro trato personal que no sea la obtención de placer mutuo cuando aprieta el deseo. Basta una llamada y se consuma la relación genital. Lo importante es no elevarse al nivel de la persona, no entregar el espíritu, mantenerse siempre a un nivel de objeto, de mero instrumento de placer. Estoy seguro de que a ninguno de los que así actúan les habrán escandalizado las opiniones del Sr. Trump cuando ha degradado a la mujer al nivel de cosa.
Decía que quería ir al trasfondo. Pienso que lo que está en juego es el triunfo de la intimidad, que es uno de los rasgos que nos define como personas y nos distingue de los animales: “no me mires como a un objeto, soy un cuerpo personal, tengo una intimidad que también forma parte de mí. Si solo te fijas en mi cuerpo, no me conoces, no sabes quién soy y me cosificas”.
Por eso, de manera natural, surge en el ser humano el pudor, del que carecen los animales. El pudor, como explica José Noriega, constituye una reacción de autodefensa ante el riesgo de ser reducido por la mirada ajena del mismo modo que mis tendencias quieren a veces reducir a los demás, contemplando sus cuerpos como un mero objeto de placer.
El ejemplo clásico para ilustrar la importancia del pudor es el de la mujer que se desnuda por una razón justificada, por ejemplo, para una exploración ginecológica. Esta mujer vence el pudor ante la mirada del médico, pero, si dos jóvenes se asoman por la puerta, siente vergüenza porque percibe de inmediato que aquella es una mirada impúdica, que la ve solo como objeto de placer, no como persona.
Descendiendo ya al plano educativo, podríamos preguntarnos: ¿Cuál es el criterio del pudor? ¿Cómo lo transmito a mis hijos? El criterio lo determina la mirada, la mirada ajena. Mi forma de vestir y de exhibirme debe ser tal que permita a la mirada ajena entrever en el cuerpo a la persona. En la medida en que mi forma de vestir o mis demostraciones afectivas impiden o dificultan esa mirada honda, personal, mi conducta puede ser considerada impúdica, inadecuada para la persona humana. Claro que hay miradas enfermas, incapaces de elevarse al nivel personal, pero, como padres, nuestra responsabilidad primera son las miradas de nuestros hijos e hijas, tanto las que lanzan como las que provocan. ¿Educamos en este pudor a nuestros hijos y a nuestras hijas, para evitar que a nadie se le ocurra nunca más tratarles como a mero objeto de placer o nos da igual que jueguen con su cuerpo como si de un juguete se tratara?
Gracias Javier. Buen tema el del pudor y la intimidad, hay que seguir trabajándolo: me parece que, en los adolescentes, también tiene que ver con la autoestima. Que tengas una buena fiesta de Todos los Santos. Un abrazo
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¡Muchas gracias, Joan! Estoy de acuerdo, hay que trabajarlo a fondo…
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