Hoy voy a escribir sobre un tema difícil pero inevitable que todos hemos de afrontar alguna vez en nuestra vida: el dolor incomprensible.

No me refiero a las penas y contradicciones ordinarias con las que, quién más quién menos, todos aprendemos a convivir. Me refiero al gran desgarro, al más intenso sufrimiento, a aquel que no se puede entender, que rotura nuestras más profundas estructuras y, cuando golpea, parece imposible superar. Me refiero a la pérdida de un hijo, de un marido, de una esposa o de una madre en la plenitud de la vida.

Leí en algún sitio que aquí, en la Tierra, estamos demasiado cerca del dolor, excesivamente pegados a él como para poder vislumbrar la otra cara del sufrimiento, la cara que no vemos, la que está oculta a nuestros ojos, la que solo se ve desde el Cielo. Para entender el sufrimiento solo hay un camino, un camino que parece una paradoja: abrazarlo. Solo así se logra apenas acariciar la otra cara del dolor, la que mira al Cielo y solo Dios conoce. Solo así las manos pueden recibir la luz imperceptible pero cierta que irá invadiendo la persona toda con la humilde suavidad de las cosas grandes. Una luz serena, incluso, con el tiempo, alegre, porque cabe alegría incluso en el dolor.

Abrazarlo, sí, pero no dejarse abrazar por él. Leí también en algún lugar que un alma desgarrada tiene tres salidas para evitar quedarse atrapada en el dolor: hablar, llorar y rezar. Hablar con quien sepa escuchar y pueda entender el dolor ajeno hasta donde esto sea posible; llorar todas las lágrimas interiores y exteriores que quiera verter nuestro amor; rezar con toda la fuerza de que seamos capaces. Hablar, llorar, rezar. Tres salidas para el dolor: boca, ojos, corazón.

Conocí a una madre que trajo varios hijos al mundo consciente del riesgo de que desarrollaran una enfermedad congénita de pronóstico reservado. Un día, alguien poco delicado le dijo: “¿por qué tienes hijos si sabes que se pueden morir en su infancia o juventud?” Ella sonrió y contestó con serenidad: “Traigo mis hijos a la Tierra, pero su último destino es el Cielo”.

Fue una respuesta valiente que escandalizó a más de uno. A mí me evocó unas misteriosas palabras de Santa Teresa: “sabe el Señor lo que puede sufrir cada uno, y a quien ve con fuerza, no se detiene en cumplir en él su voluntad”.  Palabras misteriosas, ciertamente, porque el dolor es un misterio. Pero no olvidemos que, como enseñó Romano Guardini, el misterio es “una medida sobreabundante de verdad, una verdad mayor que nuestras fuerzas. El misterio no está para que el hombre lo resuelva y, de ese modo, lo haga desaparecer, sino para que el hombre se ponga en concordancia con él, respire en él, eche raíces en él”. Probablemente, Santa Teresa se inspiró en el sufrimiento, incomprensible para ella, del amor de su vida, Jesucristo, en su Pasión.

Lo sé, he tenido que recurrir a la fe. Fuera de ella, lo admito, hay grados de sufrimiento difíciles de abrazar. Y en ella, aunque se abrace -que nadie se engañe-, hiere con la misma intensidad.

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