Hace una semana mantuve una entretenida tertulia con un grupo de jóvenes universitarios y salió el tema de la cohabitación previa al matrimonio que traté días atrás en otra entrada (Amor y convivencia). Como una de las tesis que sostengo allí es que el amor precede a la convivencia y la sustenta, siendo esta la que se subordina a aquel, surgió una dificultad conceptual en uno de los asistentes con formación aristotélica.
¿Cómo puede ser que primero tenga que decidir amar y después conviva, si no es posible amar lo que no se conoce?
Me vino a la cabeza, entonces, una de las aproximaciones intelectuales más lúcidas que he leído acerca del noviazgo y las relaciones prematrimoniales. La que desarrolla José Noriega en su libro El Destino del Eros.
En efecto, como mi amigo aristotélico sostenía, no es posible amar lo que no se conoce, y el camino de la virtud pasa de ordinario por la reiteración de hábitos y conductas, por lo que resulta anómalo decidir amar antes de conocer (a pesar de que en otras culturas no occidentales se sigue, a veces, ese camino).
La tarea del noviazgo es, para Noriega, la verificación, pero no la verificación de las rutinas (si baja la tapa del váter y cambia el rollo de papel cuando se termina), que son fáciles de modificar cuando hay determinación, sino la verificación del amor.
Lo primero que hay que verificar es que en los dos se ha producido la misma revelación, vamos en pos de la misma verdad y estamos dispuestos a luchar por ella. Es decir, si me ama como yo entiendo el amor y está dispuesto a hacerlo para siempre. Lo segundo es comprobar que se va dando una concordia en los caminos que vamos a recorrer, sobre todo en los asuntos importantes de nuestra vida (hijos, padres, trabajo, amigos, familias de ambos, prioridades y jerarquías, vida de fe, etc.), lo que requiere largos ratos de diálogo sincero “en el silencio de las pasiones”, como diría Rousseau. Y lo tercero es verificar que ambos hemos sido capaces de ir integrando nuestros dinamismos humanos en el amor: que vamos adquiriendo las virtudes que nos permitirán esa comunión plena de vida que será nuestro matrimonio y aprendemos a recoger nuestras distintas dimensiones personales (sexualidad, afectividad, inteligencia, voluntad, imaginación, memoria) para dirigirlas al amor, a nuestro amor y no a otros.
Se dirá que esta verificación se puede realizar en la convivencia. Y, en efecto, así es. Que la convivencia o cohabitación no tenga la capacidad de asegurar el amor en el futuro no significa que impida verificarlo en el presente. Pero no añade nada esencial, porque lo que se trata de verificar es el amor, una disposición del corazón que se extiende a toda la persona, y no la practicidad de una mejor o peor organización doméstica y de un más lento o rápido acomodo recíproco en la cohabitación o en los tiempos y ritmos del acontecer diario.
No añade nada esencial, decía, pero sí introduce un elemento de especial calado: la relación sexual previa al futuro matrimonio. Es esta, cuando es sincera, una relación sexual honesta, que nace de un contexto afectivo de unión mutua (no hablo aquí de una aventura sexual caprichosa), pero se da en un marco de referencia muy diferente al del matrimonio.
Esta entrega anticipada carece de una voluntad real de donación recíproca. Existe, ciertamente, un acto de entrega mutua, pero está teñido de circunstancialidad. Está circunscrito a la lógica de la experimentación y gozo mutuo porque no es capaz de prometer el tiempo, lo que impide que la entrega sea total. El propio Noriega, a quien estoy siguiendo en este post, afirma que “la persona es también su tiempo”, y la entrega del tiempo introduce una diferencia esencial, la misma que hay entre la donación y el préstamo. En la primera, que incorpora el tiempo, se excluye la posibilidad de reclamar lo dado; en la segunda, que lo excluye, el prestamista se reserva ese derecho a reclamar para sí lo transmitido. De modo que el amado puede preguntar legítimamente: ¿en verdad te entregas o te prestas?
Podríamos decir que la acogida del otro no es total, se introduce una reserva. Por eso, al margen de la experiencia previa de cada uno, solo en el momento en que los novios deciden despojar a las circunstancias del papel rector que les habían concedido en sus vidas y se determinan a tomar ellos las riendas de su futuro con el sí definitivo e incondicionado de su amor, se disponen realmente a abandonar la lógica de la experimentación y entrar en la lógica de la donación, del amor pleno.
Y, aunque pueda haber periodos de ofuscamiento, ese es el camino hacia la felicidad.
Me ha encantado!
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Muchas gracias, Cristina!!
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Muy interesante, para variar!
Me han surgido dudas cuando he leído que “no es posible amar lo que no se conoce”.
Está claro que cuanto más se conoce más se ama, pero en casos como una madre que está esperando un hijo (antes de “conocerle” incluso en la primera ecografía), una chica que con su comportamiento está “queriendo” a su futuro novio antes de que saber que existe, o un voluntario que ya está “queriendo” a los enfermos que atenderá en su voluntariado de verano, etc; ¿se trata de un amor en potencia que sólo se ejecutará cuando se da el conocimiento, como una “predisposición” a amar que aún no se ha convertido en acto? ¿Qué pasa si no se da nunca (gente que trabaja anónimamente poniendo amor en su trabajo, al servicio de los demás)…? Muchas gracias, me ha hecho pensar!
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Gracias por tu reflexión, Elena. Entiendo lo que quieres decir y, en efecto, se puede amar aquello cuya existencia, presente o futura, ya conocemos, aunque no en detalle y concreción. Pero no se puede amar lo que ignoramos. Tienes razón en que la frase descontextualizada puede malinterpretarse. Mira cómo lo explica San Agustín en su obra sobre la Trinidad:
«4. Ningún hombre estudioso, ningún curioso ama lo desconocido, ni aun en la hipótesis de insistir con ardor en conocer lo que ignora. Conoce ya en general lo que ama, pero anhela percibir el detalle; o de las mismas cosas singulares que él no conoce, al oírlas alabar, se imprime en su alma una forma imaginaria que le impulsa al amor. Y ¿de dónde surge esta ficción sino de las cosas ya conocidas? Y si encuentra lo que oye ensalzar disconforme con la imagen ideal impresa en su pensamiento y en su ánimo, quizá no lo ame: y si lo ama, el principio de este amor radica en lo conocido. Poco antes muy otra era la imagen amada que su alma solía exhibir al formarla.
Y si la encuentra semejante a la imagen que la fama pregona, a la que pueda decir con verdad: «Ya te amaba», ni aun entonces amaba lo desconocido, pues ya le era conocida en esta semejanza. O vemos y amamos algo en el esplendor de la razón sempiterna y cuando, reproducida en la imagen de un objeto temporal, se brinda :a nuestra fe y a nuestro amor mediante el elogio de los que experimentado la han, nada desconocido amamos, según más arriba probé; o bien amamos algo conocido, y esto nos impulsa a inquirir lo ignorado; entonces no es lo desconocido objeto de nuestro amor, sino lo conocido, al que conocemos pertenecer a fin de conocer aquello que aun ignorado buscamos, según senté poco ha al hablar de la palabra secreta».
¡Muchas gracias por tu aportación!
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