Me he retrasado en escribir el post y, antes siquiera de haber podido pensar en el siguiente, la muerte de Noa nos ha golpeado con dureza.
Sufrir es duro, muy duro. Hay grados de sufrimiento insoportables. ¿Se puede exigir a un ser humano que sufra lo insufrible? Y si duro es el sufrimiento propio, más cruel todavía es el ajeno, el de los seres más queridos, el de unos padres viendo sufrir irremisible a una hija sin recursos psíquicos ni emocionales para ayudarla a salir del infierno que la oprime. Tantos años luchando, luchando de verdad, hasta el agotamiento, y la vida que no asoma, se hace esquiva y se retuerce. Un golpe detrás de otro, una herida sobre otra. No hay más que ver los brazos de Noa, con sus cicatrices agoreras, para comprender el tremendo sufrimiento que la tiranizaba sin piedad. Esclava del infortunio y la tristeza, con la depresión agazapada, esperando a derribarla al levantarse después de cada caída. Exhausta, agotada, incapaz ya de soportar la misma idea de un futuro humanizado. Y un padre, una madre, viendo cada día la derrota al levantarse, sin descanso, una caída tras otra, imaginando un pasado imposible de dolor oculto en la intimidad de una infancia lacerada, robada de cuajo por unos monstruos desalmados.
Y, de pronto, una luz en el horizonte. La liberación de una muerte que traiga la paz a este campo de batalla sembrado de desesperanza. Un momento de descanso, una promesa de reposo, una tregua, una calma, aunque sea sin retorno.
Es posible comprender. Es necesario. Es humano.
El otro camino, el de la vida, parece intransitable para tanta debilidad como la nuestra. Todo parece indicar que no hay fortaleza humana capaz de adentrarse en él con garantías. Es una senda sobrehumana, casi divina. ¿Cómo podemos siquiera sugerirlo?
Y, sin embargo, no hay otra salida. Desde nuestra inmensa limitación humana no podemos abandonar ahora a Noa y a sus padres. Todos estamos comprometidos en esta lucha, la lucha por sembrar la esperanza en el dolor, por traer vida y luz a los días lentos de la agonía y la amargura de quien sufre lo insufrible. La batalla desequilibrada contra el mal. Aunque perdamos escaramuzas y caigamos en emboscadas. Somos nosotros, los que no sufrimos con la intensidad de lo incomprensible, los que hemos de sostener y no juzgar, soñar y dar esperanza al vacío indiferente de la muerte.
La senda de la vida es a veces en verdad sobrehumana, nos excede y sobrepasa. Es un viaje impredecible, una aventura con final incierto. Pero es nuestro viaje y nuestra aventura. No hay otra que se nos haya mostrado. Estamos hechos para la vida y la muerte nos disuelve y nos separa. Pero, sí, es una aventura sobrehumana. “Si Dios no existe, todo está permitido”, hace decir Dostoievski a Iván Karamazov. Si Dios no existe, no se vislumbra el sentido de tantas vidas aparentemente desasidas de sí mismas, vidas que, a fuerza de negarse a sí mismas, generan la fuerza interior que muestra a otros el camino y la esperanza. Vidas orientadas a la vida, a la vida ajena con olvido de sí mismas.
Y la gran paradoja es que ese Dios, que sí existe, no dio otra respuesta al sufrimiento que asumirlo Él mismo en su persona, ofrecerse a la crueldad y revelar un sentido insospechado: levantar a los demás con su caída… y alzarse después con una vida que no hemos sabido mostrar a Noa. Esa vida, gracias a Dios, se vive fuera del tiempo. Y, si para Dios no hay tiempo, aún estamos a tiempo. ¡También para Noa!
Javier Vidal-Quadras Trías de Bes