Hay gente a la que no le gustan las bodas. Les parecen un montaje. Y es comprensible si uno se queda solo con la fiesta, que no deja de tener su importancia.

El sábado pasado se casó la primera de nuestras hijas. La primera en casarse, quiero decir, porque fue la cuarta en nacer. Y he dejado pasar una semana antes de escribir este post porque no quería que fuera algo íntimo y teñido de emociones. Con nuestra hija he tenido ya muchos momentos de emoción muy intensa estos días, también durante la celebración, pero eso ha de quedar en nuestros corazones.

Esta semana, mientras meditaba sobre este gran acontecimiento, iban cobrando sentido tantos detalles de una boda que antes me habían pasado desapercibidos.

La novedad del amor, su condición de acontecimiento nuevo e imprevisible antes de encontrarse con él, tan bien reflejado en la blancura del vestido de la novia, que invita a pensar en esa hoja en blanco que es el matrimonio, en que cada día hay que escribir y reescribir una historia inédita.

La entrega de los novios por sus padres –abandonará a su padre y a su madre-, que hoy en día puede sonar anticuado si no se sabe captar la hondura del gesto y su entronque con la auténtica libertad soberana de quien decide amar para siempre. Mi hija me lo hizo ver con unas bellas palabras justo antes de su boda: “con toda mi libertad, soy yo la que hoy me entrego (…), pero también es cierto que no podría haber llegado aquí ni podría tomar esa decisión sin unos padres como vosotros (…) y hoy me entregas con todo eso y me ayudas a recorrer el camino que me separa de ese amor eterno”.

La victoria sobre el tiempo, que nos recordó Mn Pere Domingo en su homilía. Ese tiempo inexorable, que a veces parece volver todo caduco, se puede tocar y vencer con el perdón, que todo lo restaura y renueva, y con el compromiso, que permite transformar el futuro en presente para poseerlo y entregarlo al ser amado sin reserva alguna.

La solemnidad y publicidad del compromiso, con transparencia y claridad. Porque el amor no es solo intimidad, y el enamorado quiere expresar su amor y lo canta a los cuatro vientos para que todo el mundo sepa que la amará para siempre…, y también para que todos le ayuden a lograr la felicidad que anhela. Sí, en la boda de nuestra hija, hicimos un brindis especial. No solo fue una celebración, fue un compromiso público y social. Todos los invitados nos comprometimos a ayudar con nuestro ejemplo, nuestra palabra, nuestra cercanía, nuestra amistad y nuestra oración a que ese matrimonio alcanzara las más altas cotas de felicidad que el amor está llamado a vivir en esta vida.

Y, luego, la fiesta que no puede faltar. Sobre todo, la alegría desbordada de la juventud que, en el fondo, ansía cerrar las cicatrices de tantos amores efímeros y encontrarse con una entrega de verdad, en cuerpo y alma, pasado, presente y futuro.

Después, los novios se fueron, una caro (una sola carne), y me vino a la mente la imago Dei, la imagen de Dios de que estamos hechos y que tan bien refleja nuestra condición sexuada. El hombre para la mujer, la mujer para el hombre, con esa vocación a la entrega total y definitiva que expresa la complementariedad sexual. ¡Hechos para amar! ¡Modelados para la donación! ¡Hechos para ser dioses! En la entrega del cuerpo… y también del alma. Casados o célibes, todos podemos leer en nuestro cuerpo, diseñado para ser de otro, nuestra vocación de entrega y donación a los demás.

A la mañana siguiente, como todos los domingos, fui a comprar desayuno. Y comprobé la paradoja: éramos uno más, Fran, pero compré para uno menos, Alejandra. Resultado: una caro!

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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