Cuando yo era pequeño, en los ambientes que podían permitirse contratar a una persona que asumiera las tareas domésticas de limpieza, restauración, cuidado y atención de los niños, etc., se decía de estos afortunados que ‘tenían servicio’. Expresiones como ¡tienen dos de servicio! o ¡se han quedado sin servicio! eran muy habituales. Hoy se tiende a rehuir la palabra servicio y se sustituye por ‘ayuda’ u otras similares.
Tengo un socio y gran amigo que, cuando llama por teléfono y su interlocutor le pregunta quién es, suele descolocarle con la frase: “soy Javier Amat, para servir a Dios y a usted”.
En el fondo, si creyéramos de verdad la afirmación de Rabindranath Tagore popularizada por Santa Teresa de Calcuta, “quien no vive para servir no sirve para vivir”, tendríamos que estar orgullosos de servir. Pero el verbo servir, por desgracia, está un poco desacreditado. Nadie quiere ser sirviente.
De hecho, si fuéramos coherentes con la frase de Tagore, nuestra primera pregunta al conocer a alguien tendría que ser: “¿y tú qué sirves?” “Pues yo sirvo defensa jurídica”, diría un abogado. “Yo sirvo viviendas y construcciones”, podrían decir un arquitecto o un ingeniero, “yo, decoración”, “yo, comidas”, “yo, espectáculo”, “yo, música”, “yo, seguridad ciudadana”. Hasta un político podría contestar: “yo, confianza en la gestión de los bienes públicos”, y un empresario diría: “yo sirvo bienes y riqueza para los demás”.
¿Os imagináis cómo cambiaría todo? El mayor servidor sería el más reconocido. De pronto, nos toparíamos con alguno que no sabría qué contestar. “Yo, pues…, no sé, sirvo…”. Y habría que ayudarle: sirves orgullo, egoísmo, autocomplacencia, mal humor, amargura. Entonces, poco importaría que fuera el mayor de los genios, el mejor futbolista, el más afamado escritor, el médico más competente. La gente le diría: “¿tú de qué vas? No queremos saber nada de ti. No sirves, te sirves. No eres apto para vivir. Te falta hondura humana. No vamos a ver tu obra ni a disfrutar con tu espectáculo, no nos interesan tus libros, ni siquiera que nos arregles la salud…, porque somos personas, no peldaños en tu carrera. Si no aprendes a servir con humildad y respeto, no sirves, ni tú ni tu obra”.
Y, entonces, los nuevos héroes de la sociedad serían los servidores, los que sirven bien, con alegría, espíritu de servicio y humildad. La gente les señalaría por la calle: “¿ves a ese, a esa? ¡Es fulanito, fulanita -dirían con admiración-, la que sirve servicio!” “¿Seguro? ¿Es ella? ¡Pues, parece muy normal! ¿Y de verdad sirve solo servicio?” “¡Sí, sí! Allí donde la ves, tan normalita que parece, ha puesto todos sus dones al servicio de los demás. Y no hace otra cosa que servir, no sirve casas ni comida ni defensa ni seguridad, solo servicio, ¡siempre al servicio de los demás!”.
Traigo este tema a colación porque hace unos días fui a visitar a mi hija mayor, que vive ahora en Madrid, y me presentó a una amiga suya que se dedica a esto: a servir. Ella, en realidad, duplica el servicio porque sirve a otras personas que sirven a los demás. Tiene una formación intelectual, humana y espiritual que le permitiría destacar en cualquier ámbito profesional, pero ella ha decidido, por vocación (¡sí, por vocación!), dedicarse a servir a los demás.
Probablemente, así será el Cielo.
Javier Vidal-Quadras Trías de Bes