Empecé a salir con mi mujer a los 17 años, nos casamos a mis 22 y llevamos casi 37 años de matrimonio. A nadie extraña que, a veces, entre bromas y veras afirme que no recuerdo haber sido soltero. En serio, no soy capaz de imaginarme a mí mismo sin ella.

A los teólogos les cuesta explicar la expresión “una sola carne” con que el Génesis, y después el mismo Cristo, definen el matrimonio. San Juan Pablo II escribió más de seiscientas páginas para desarrollar esta idea. A un esposo unido a su mujer le basta un pensamiento en voz alta de ella para captar la idea. “Cariño, tendríamos que cambiar estas bombillas”, dice su mujer. Y él, después de 37 años, oye: “cariño, ¿puedes cambiar esas bombillas? Y, lo mejor de todo, va y lo hace. Una sola carne.

La matrimonialidad es otra de las dimensiones de la familiaridad. Y de ella, aunque esté siempre presente en este blog, voy a hablar hoy brevemente.

A mis hijos también les sorprende que, de vez en cuando, antes de pedir un plato en un restaurante, me dirija a mi mujer y le pregunte: “Oye, ¿esto nos gustaba?” A mí me parece una pregunta de lo más normal porque mis gustos se han ido fundiendo con los suyos y ya casi no distingo unos de otros. Una sola carne.

Solo la matrimonialidad garantiza la ‘familiaridad’ en el tiempo. El hijo lo es en relación a que su padre es “de” y “con” su madre. Y se verá siempre a sí mismo en esa relación, por más que sus padres la separen. Recuerdo aquel juez de familia que, al terminar la vista de un juicio de divorcio, les dijo, entre otras cosas, a los recién divorciados: sus abogados les habrán dicho que aquí termina todo; yo les digo que aquí solo termina la convivencia y el cuidado mutuo, porque sus hijos seguirán siendo suyos y la hipoteca tendrán que seguir pagándola entre los dos. Aunque esto último depende del poder adquisitivo de cada matrimonio, claro.

A mí me parece evidente que la vida tiene un cierto carácter irrevocable: los actos humanos generan efectos y tienen consecuencias que escapan a nuestro control y no se puede borrar el pasado, aunque sí aprender de él y proyectarlo hacia un futuro por hacer. Todos comprendemos que la vida es compleja y toma a veces derroteros inesperados, y que existen situaciones matrimoniales muy difíciles que requieren, y a veces reclaman a gritos, la separación. Pero una cosa es segura: nadie se casa para separarse ni trae al mundo un hijo para hacerlo infeliz.

La proyección, el carácter futurizo y definitivo, irrevocable, del matrimonio es una dimensión que ayuda al mejor desarrollo de lo humano. La persona humana es para siempre, como lo son la paternidad, la maternidad, la filiación y la fraternidad. La matrimonialidad asegura esa estabilidad de los lazos familiares.

Además, entendida como vocación de estabilidad y apertura a la vida, el matrimonio asegura también la sostenibilidad social. La familia unida es la estructura social y humana que mejor (y más económicamente) educa en virtudes, competencias y talentos. Sobre esto no hay discusión científica. Todas las estadísticas tozudamente muestran la mayor eficacia de la unión familiar para superar las lacras sociales: fracaso y abandono escolar, violencia juvenil, drogadicción, alcoholismo, pornografía, insolidaridad, etc.

En fin, el tema es inagotable, así que me despido ya. Buen fin de semana a todos.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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