Nunca olvidaré la breve conversación que tuve un día de Navidad con uno de mis hijos que, ‘voluntariamente’ (es decir, con la voluntad que procedía de mi mente), me acompañaba a recoger la comida que habíamos encargado. Estaba en una fase de rebote existencial y entró en el coche con la desgana y enfurruñamiento típico del adolescente que quiere hacer notar su oposición. Se repantigó en el asiento del copiloto, los pies en el parabrisas, y, por si me quedaba alguna duda de su rechazo, se enchufó los auriculares a tal volumen que yo mismo podía tararear las canciones que supuestamente él escuchaba. Aproveché la ventaja que me daba saber cuándo terminaba cada canción y, entre pista y pista, lancé una pregunta al aire. Para mi sorpresa, la recogió, se bajó un auricular y entablamos un breve diálogo parecido a este:

  • ¿Te pasa algo?
  • Sí.
  • ¿Me lo quieres contar? A lo mejor puedo ayudarte.
  • No puedes ayudarme.
  • Dime qué te pasa y lo sabremos.
  • ¿Quieres saber cuál es mi problema?
  • Sí, claro. Soy tu padre y me preocupo por ti.
  • Mi problema es mi familia.
  • Pues, vaya, sí que es un problema, sí…

Probablemente, mis últimas palabras se perdieron entre las notas de la música, porque mi hijo consideró terminada la conversación y se volvió a taponar el oído.

Si en lugar de haber tenido la conversación conmigo, la hubiera tenido con un psicólogo y las tesis de la tristemente famosa Ley Trans[i] [al final transcribo algún artículo] hubieran estado en vigor, el psicólogo tendría que haber aceptado acríticamente el autodiagnóstico de mi hijo y haberle aconsejado someterse a una terapia para separarse de su familia. En otro caso, si osaba contradecirle o, simplemente, intentaba averiguar las causas de los síntomas que mi hijo apreciaba, se habría arriesgado a ser sancionado con 150.000 euros, clausurada su consulta e inhabilitado temporalmente para el ejercicio de su profesión. Gracias a Dios, no fue el caso, mi hijo superó los embates y la confusión de la adolescencia, y hoy está encantado con su familia.

Esto es lo que sucede con el 70% de las niñas que experimentan disforia de género en la adolescencia sin haber tenido síntomas desde la primera infancia (prácticamente ninguna los ha tenido antes), siempre que no sean encaminadas a la transición social, porque, según explican los expertos, la disforia de género en la adolescencia es, en un porcentaje muy alto, una forma de canalizar una diversidad de malestares en torno al cuerpo, al sexo y al género similar a la que representa la anorexia nerviosa. No hablo ahora de los casos de disforia de género que se manifiestan en la primera infancia, que están bien documentados y protocolizados en la ciencia médica.

Cuando nuestras hijas estaban en la adolescencia, mi mujer y yo decidimos retirar todas las básculas de casa y evitar cualquier referencia al exceso de peso. Algunas amigas de ellas y sus padres estaban sufriendo mucho con manifestaciones anoréxicas. ¿Se imaginan cómo se hubiera exacerbado el sufrimiento de estos padres y sus hijas si el psicólogo, en lugar de intentar descubrir las causas de ese trastorno alimentario y ayudar a las niñas a estar bien con su cuerpo, por imposición legal, hubiera tenido que aceptar el autodiagnóstico de las adolescentes, recomendarles una dieta de adelgazamiento y dirigirlas a una operación de reducción de estómago, conviniendo con ellas en que, a pesar de sus 31 kilos, estaban gordas y les convenía adelgazar más?

Amelia Valcárcel, catedrática de filosofía moral y política y un referente del feminismo socialista, no duda en hablar de ‘delirio colectivo’, “un síndrome que afecta a colectivos sociales y que se caracteriza por integrar una creencia como si fuera un hecho objetivo. La gente ha creído en brujas y, de paso, las ha quemado” (prólogo al libro ‘Nadie nace en un cuerpo equivocado`).

Hace dos décadas apenas había documentados en la medicina casos de niñas con disforia de género. La práctica totalidad eran niños y los síntomas se manifestaban desde los dos o tres años, nunca en la adolescencia. Ahora, desde la introducción de las enseñanzas queer en la escuela pública en USA, hay institutos donde el 30% de las niñas adolescentes en alguna clase específica afirman ser hombres.

El emperador está desnudo y todos tenemos que fingir, dentro de muy poco por imperativo legal, que va vestido y, además, con el vestido que él nos diga en cada momento. ¿El proceso que impone la ley?: transición social (cambio de nombre, pronombre y vestido), transición hormonal (en las niñas, con testosterona: barba y vello corporal, clítoris agrandado que se asemeja a un pequeño pene, vagina reducida, silueta masculina y muy probable esterilidad) y, si se quiere llegar hasta el final, transición quirúrgica (doble masectomía, es decir, ablación de los dos pechos y, en los casos extremos, faloplastia: construcción de un pene artificial con tejido del propio cuerpo).

Aconsejo a quien quiera profundizar en el tema y conocer su enorme trascendencia social que lea estos dos libros: ‘Nadie nace en un cuerpo equivocado, éxito y miseria de la identidad de género’, de José Errasti y Marino Pérez Álvarez, y ‘Un daño irreversible, la locura transgénero que seduce a nuestras hijas’, de Abigail Shrier, de donde he tomado la mayor parte de los datos de este post.

El rechazo del propio cuerpo en la adolescencia genera mucho sufrimiento en algunos y algunas adolescentes y en sus familias. Los mejores expertos aconsejan la espera atenta, la psicoterapia exploratoria, el acompañamiento y, en su caso, la ayuda a sentirse confortable con el propio cuerpo. La Ley Trans lo prohíbe y, si se aprueba como está redactado el proyecto, sin ninguna duda, intensificará y expandirá ese sufrimiento hasta límites difíciles de predecir. Nadie niega la realidad del sufrimiento interior de estas niñas, lo que se pone en duda es el origen de los síntomas: ¿contagio social o disforia real?

A continuación transcribo parcialmente los tres artículos del proyecto de Ley Trans a los que he hecho alusión más arriba, que imponen a los médicos, y a toda la sociedad, la dirección única de la transición (incluso contra la voluntad del interesado) y plegarse al diagnóstico del propio afectado, sin posible vuelta atrás una vez expresado.

Sé que me he metido en un terreno sensible y, por supuesto, acepto toda crítica y discrepancia, pero creedme que lo he hecho después de un largo periodo de documentación. A veces, la verdad es incómoda y, publicando un blog sobre familia, no quería incurrir en un silencio cómplice.

Buen fin de semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes


[i] Proyecto de Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI:

Artículo 17.

Prohibición de terapias de conversión. Se prohíbe la práctica de métodos, programas y terapias de aversión, conversión o contracondicionamiento, en cualquier forma, destinados a modificar la orientación o identidad sexual o la expresión de género de las personas, incluso si cuentan con el consentimiento de la persona interesada o de su representante legal.

Art. 75

3. Son infracciones administrativas muy graves:

d) La promoción o la práctica de métodos, programas o terapias de aversión, conversión o contracondicionamiento, ya sean psicológicos, físicos o mediante fármacos, que tengan por finalidad modificar la orientación sexual, la identidad sexual, o la expresión de género de las personas, con independencia del consentimiento que pudieran haber prestado las mismas o sus representantes legales.

Art. 76

3. Las infracciones muy graves serán sancionadas con multa de 10.001 a 150.000 euros. Además, en atención al sujeto infractor y al ámbito en que la infracción se haya producido, podrá imponerse motivadamente alguna o algunas de las sanciones o medidas accesorias siguientes:

d) El cierre del establecimiento en que se haya producido la discriminación por un término máximo de tres años, cuando la persona infractora sea la responsable del establecimiento.

e) El cese en la actividad económica o profesional desarrollada por la persona infractora por un término máximo de tres años.

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