“Una antropología adecuada” fueron las palabras con que san Juan Pablo II denominó sus ciento treinta y cuatro catequesis sobre el amor humano.

Un buen día del año 2020 comencé a leerlas. Como la vida no me deja mucha holgura, tardé casi un año. No fue una lectura fácil. En las vacaciones del verano de 2021 decidí hacerme un resumen y un buen día del otoño de 2021, sentado ante mi mesa de trabajo en el salón de mi casa, me asaltó un idea peregrina: ¿es posible integrar la catequesis, honda y compleja, de la teología del cuerpo en la vida diaria de una persona?

Y me puse a escribir. A medida que avanzaba me di cuenta de que había sido osado y optimista. Hay partes de las catequesis de mucha altura y abstracción intelectual que se resisten a ser reducidas a una imagen cotidiana. Aun así, lo he intentado.

Soy consciente de que el ejemplo y la anécdota son siempre reductoras de la realidad y de la verdad, que solo evocan parcialmente y a veces incluso pueden desdibujar, pero creo que a alguien con espíritu más práctico que especulativo le pueden ayudar. En última instancia, pensé mientras iba escribiendo aquellas partes más arduas, siempre harán la lectura más descansada, pues la prosa de Juan Pablo II exige mucha concentración.

Es un libro de imágenes entrelazadas con razonamientos. Las imágenes responden a mi vida. Los razonamientos, a la ‘antropología adecuada’ de san Juan Pablo II. En un momento cultural en que el corazón amenaza con usurpar el papel de la inteligencia, he aquí un intento de unir los dos. A fin de cuentas, se siente y se piensa con la vida, con la vida biográfica, decía Julián Marías.

Y para muestra, un botón. Reproduzco a continuación unos párrafos de un capítulo para que os podáis hacer una idea del estilo del libro:

«Para el cristianismo, el cuerpo y el sexo no son un antivalor, sino un valor, y un valor tan alto que con frecuencia no ha sido suficientemente apreciado. Un valor que se encuentra en la esencia misma de la persona y que a veces es reducido a menos de lo que es. El problema no radica en el objeto, el sexo, que es bueno en sí mismo como acto de la creación ínsito en el ser humano, sino en el acto del deseo que reduce el valor del cuerpo, sobre todo el de la mujer, teniéndolo por menos de lo que en verdad es.

Mi mujer y yo aprendimos juntos a vivir la sexualidad. Era una experiencia nueva para la que nadie nos había preparado, o eso pensaba yo entonces. Es cierto que mucha información no habíamos recibido. Mi formación sexual paterna directa se limitó a una conversación de un minuto que mi padre me recordó ya de mayor porque fue tan expedita que yo ni la recordaba.

No sé ni la edad que tenía. Me llevó un día en moto a cualquier lugar en el campo, nos bajamos de la moto, nos sentamos, mi padre encendió un cigarrillo y empezó a farfullar algunas palabras sobre el sexo. Por lo visto, yo le interrumpí y le dije: «Papá, creo que tú lo estás pasando mal y yo también. ¿Qué te parece si hablamos de otra cosa?» Y ahí quedó todo.

Sin embargo, a pesar de la falta de información directa, el ejemplo y la educación sexual de mi padre fueron continuos: viendo cómo trataba a mi madre, la delicadeza en las formas, el cuidado y esmero con que se dedicaba a ella, la preferencia que siempre le concedía, el apoyo inquebrantable, las muestras de cariño de todo tipo… aprendí más que con cualquier charla que, si recibí algún día, ya he olvidado. Esa fue mi verdadera escuela. Hoy acaso sucede muchas veces lo contrario: exceso de información y falta de formación.

Pienso que mi padre (y mi madre, claro, pero mi padre constituía para mí el modelo más cercano de varón tratando a una mujer) me mostró en su relación con mi madre la verdadera libertad del don, es decir, aquella capacidad para entregarse y acoger al otro de manera plena en todas las dimensiones de lo humano, que es la condición de toda convivencia en la verdad, y que debe resplandecer no solo en la convivencia matrimonial, sino en toda otra forma de convivencia o relación entre los hombres y las mujeres.

La mirada de mi padre a mi madre fue siempre una mirada limpia, que surgía de aquella pureza de corazón capaz de ver en el cuerpo a la persona. En aquella mirada, en los piropos elegantes que le lanzaba delante de nosotros, en aquel elevarla siempre por encima de los demás, se podía vislumbrar también el deseo sexual, pero un deseo limpio y personal, nunca un deseo del cuerpo desgajado de la persona como mero objeto de disfrute.

Este es el corazón que reclama Cristo con su condena del deseo meramente carnal. No es una condena al cuerpo, sino un juicio, un examen crítico, porque el cuerpo está llamado a manifestar el espíritu, a ser lo que fue en el principio, un cuerpo capaz de expresar a la persona, proyectado a la unión personal.

Esta visión ha sido deformada por las doctrinas maniqueas, que han ocultado tantas veces en la historia de la humanidad el verdadero valor del cuerpo y del sexo. El maniqueísmo ha hecho residir el mal en la materia, en el cuerpo como fuente del mal y, dado que en el cuerpo humano la corporeidad se manifiesta sobre todo a través del sexo, también este ha quedado estigmatizado en ciertas doctrinas maniqueas que han rechazado el sexo como si fuera degradante«.

En fin, la semana que viene estará en las librerías. A los que os animéis a leerlo, espero que os guste.

Buen fin de semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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