Estos días prenavideños son un momento entrañable para compartir mesa con los amigos, pero a veces los preparativos son realmente complejos y deparan momentos de gran tensión familiar, como el que viví la semana pasada junto con nuestro último hijo, Pablo, de 18 años.

Teníamos un encargo que parecía fácil de ejecutar por dos mentes privilegiadas como las nuestras. Las instrucciones fueron claras y precisas: “tenéis que comprar un corte de queso brie y otro de queso comté en la charcutería Sin-pérdida (es para no hacer publicidad gratuita) de La Illa (un centro comercial de Barcelona) y 12 croquetas (doce) de ceps (una preciada seta) en la pollería también Sin-pérdida de La Illa, que está justo al lado de la charcutería Sin-pérdida, ambas en la planta sótano, cerca de la salida de la calle Numancia, la que baja desde la Diagonal hasta la estación de Sants, justo detrás de la frutería Sin-pérdida”. No había margen de error.

Habíamos quedado a las 13,30h en la puerta de entrada próxima a la librería Sin-pérdida de la misma Illa, que, ¡paradojas de la vida!, también vende bicicletas, porque yo antes tenía que dejar a reparar la bicicleta eléctrica que utilizo para desplazarme por mi querida y cada vez más inaccesible ciudad de Barcelona, cuya batería había dejado de funcionar justo a punto de vencer la garantía (¿obsolescencia programada?). Mi hijo Pablo bajaba en la bicicleta desde nuestra casa, a escasos diez minutos de La Illa.

Comprendo vuestra impaciencia: llevo dos largos párrafos y aún no he entrado en materia. Es para que experimentéis lo que me sucedió a mí cuando llamé a mi hijo Pablo a las 13,35h para preguntarle en qué puerta estaba y me dijo que estaba bajando; aunque yo, por mera intuición paterna, interpreté que estaba bajando por el ascensor de casa. Acerté, y a las 13,50h entrábamos en La Illa.

Teníamos tres personas delante y yo me empecé a poner nervioso porque habíamos quedado a las 14,00h en casa para comer. Al rato, como no avanzaba la cola, pregunté al de delante y me contestó: ¿para la clínica o para el servicio postventa? Dudé por un momento, porque la bicicleta estaba realmente enferma, pero el hombre me aclaró que la clínica era el servicio técnico de ordenadores (que también vende la librería Sin-pérdida de la Illa) y las bicicletas había que llevarlas al mostrador de al lado, el servicio postventa, que estaba vacío.

Decidí pedir a Pablo (lo de mandar a los hijos ya no está bien visto) que fuera adelantándose a la charcutería Sin-pérdida que estaba junto a la pollería Sin-pérdida, justo detrás de la frutería Sin-pérdida, y Pablo accedió.  

Cuando por fin pude dejar la bicicleta y me dirigí adonde Pablo, que había geolocalizado bien la charcutería (a escasos cien metros), le pregunté si le quedaba para mucho y me dio una respuesta desconcertante:

“Es que están cortando mucho jamón”

“¿Jamón?”, le dije yo, Mamá no ha dicho nada de jamón”.

“No, no es para nosotros; es para esa señora”.

«Ah, ¿y qué número tienes tú?«

«¿Número? Aquí no hay números».

Y me señaló un dispensador abierto y sin rollo de papel. Pero, hete aquí que en ese momento se giró una señora y me indicó un dispensador que estaba más abajo, fuera del alcance del ángulo de visión del metro noventa de Pablo, y me dijo con sonrisa pícara y la satisfacción de quien acaba de adelantar a Fernando Alonso: “no es ese, es el azul”.

Así que volví a dejar a Pablo con el número azul y me fui corriendo a la pollería, donde, como en el fondo intuía, se me planteó un dilema absolutamente indescifrable, que, después de varios intentos infructuosos de localizar a Loles en el móvil, me obligaba a tomar una decisión francamente arriesgada: optar entre croquetas veganas de ceps, croquetas de ceps y trufa o croquetas de setas variadas, porque croquetas de ceps, lo que se dice solo de ceps, tal como venía en mis instrucciones, no vendían.

Le insistí a la señora en que preguntara a su compañera. Mi mujer me había dicho croquetas de ceps y tenía que haber croquetas de ceps porque era imposible que a alguien, por muchas clases de cocina que hubiera tomado, se le ocurriera que puedan existir las croquetas de ceps si no las había comprado antes. La señora se molestó un poco porque, por lo visto, era la dueña. Por suerte, llegó Pablo en ese momento, que tiene más criterio que yo en asuntos culinarios y ya se había atrevido a comprar, además, un queso chaumes que no estaba en el encargo. Después de un interesante debate paterno-filial, ante la perplejidad de la dueña, que no dejaba de tamborilear con los dedos en el aparador, alcanzamos un acuerdo salomónico: seis croquetas de ceps con trufa y seis de setas. Lo de la veganía de las croquetas de ceps nos asustó un poco porque los dos convinimos en que los ceps ya eran en sí veganos, y eso de añadir vegano a lo vegano nos pareció redundante.

Y aquí acaba la historia -y la enseñanza familiar- de cómo un padre y un hijo pueden experimentar una mayor unión cuando se enfrentan a situaciones tan arduas y complejas como las que nos tocó vivir a Pablo y a mí inesperadamente un día cualquiera.

Feliz fin de semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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