Tenía 29 años y una hija de dos. Cuando llegaron la policía y los bomberos, la encontraron encaramada en la cornisa del último piso del edificio más alto de su ciudad en actitud de lanzarse al vacío. Parecía indecisa. El psicólogo no dudó un instante: “¡Ha vacilado! ¡Hay que traer a su hija! Solo la visión de su hija puede convencerla”.
Todos hemos visto una escena parecida a esta en alguna película, incluso algunos la han presenciado en la realidad. A nadie se le ocurriría pensar que, en ese momento difícil por el que estaba pasando la mujer, debatiéndose entre el suicidio o la vida, poner su hija ante sus ojos podría constituir un chantaje emocional intolerable que podía interferir en su decisión autónoma. ¡Está su vida en juego!
No, el problema no es el latido del corazón ni una ecografía en tres dimensiones. Podemos generar una tormenta artificial acerca de una medida más o menos afortunada. Pero no nos engañemos, el problema es otro, de mucho mayor calado: desde la perspectiva moral, ¿es el aborto un derecho a ejercitar o un acto injusto a evitar? Sin este acuerdo previo en el principio se torna muy difícil cualquier consenso en sus derivaciones.
A nadie se le oculta que en el dilema del aborto se da una colisión entre dos valores y concurren dos intereses en juego: la vida del embrión y la trayectoria y circunstancia vital, en algunos casos muy dolorosa, de la madre. Y creo que todo el mundo es capaz de comprender el sufrimiento de una mujer que ha quedado embarazada sin desearlo. Todas las propuestas, las de quienes defienden la vida y las de quienes defienden el derecho de la madre a disponer de ella, van encaminadas a proteger a la mujer que sufre ese difícil proceso. Unas, liberándole del embrión; otras, proponiéndole ayudas que le inviten a tenerlo. Nadie acusa a las madres. Las acusaciones se dirigen contra una industria que oculta demasiadas veces la realidad y la profundidad humana de una decisión como esta.
Hay mucha demagogia en este asunto. No tenía intención de escribir sobre él, pero ayer leí un artículo de Laura Freixas que me ha movido a hacerlo. En él se puede leer: “¿un simple fallo, como olvidarse la píldora un día, merece un castigo para los próximos sesenta años?”, y la articulista llega a esta conclusión después de explicar que todas (supongo que es un recurso estilístico) sus amigas han abortado, y las que no lo han hecho han visto cómo su vida se torcía por un embarazo indeseado. Algunas de ellas, incluso, abortaron “teniendo casa, pareja, empleo…, lo tenían todo, sí, para ser buenas madres, excepto lo principal: desearlo”.
Digo que hay mucha demagogia porque, cuando hay tantas vidas en juego, no se puede hacer un juicio de valor universal ni extraer una regla general sobre la base de una experiencia personal. La experiencia personal depende, entre otras cosas, del entorno en que te muevas y no refleja necesariamente todas las aristas del principio moral que subyace y está comprometido en ella.
A mí, por ejemplo, me ha sucedido lo contrario que a la escritora mencionada. He conocido bastantes casos cercanos de mujeres, algunas muy jóvenes y sin pareja, que, por un mero acto de amor que contradecía sus sentimientos, decidieron seguir adelante con un embarazo no deseado. Algunas tuvieron el hijo y fueron madres solteras, otras lo tuvieron y se casaron después. Y otras, ya casadas, con pareja, casa y empleo, a pesar de no desear ese hijo, decidieron amarlo y le dieron la vida y el cuidado.
Ninguna de ellas, ninguna, se ha arrepentido. Al contrario, se las ve felices con sus hijos, y no los cambiarían por nada del mundo. Y, aunque no se lo he preguntado, estoy convencido de que ninguno de los hijos e hijas cuya vida estaba en juego hubiera preferido no nacer. Pero no utilizaría mi experiencia personal como argumento porque comprendo que mi entorno es diferente de otros.
El problema no es el latido de un corazón. El problema es cómo consideramos al hijo, a esa nueva vida que florece y que, si no la eliminamos, nacerá un día. ¿Es el hijo concebido por error o no deseado un ‘castigo’ para los próximos sesenta años? ¿Es esta la visión que tenemos de una nueva vida? Desde luego, si esta es la moral (toda época tiene la suya) que queremos transmitir a nuestros hijos, entonces el aborto no es un derecho, es una obligación moral en todos los casos en que un embarazo no deseado venga a trastocar nuestros planes de futuro, cualesquiera que estos sean.
Pero si el hijo no es un castigo, sino un bien, una novedad absoluta en el universo, un valor más alto que cualquier otra criatura no humana, entonces el aborto no puede ser un derecho. En el mejor de los casos, será un acto moralmente injusto, aunque muchas veces no imputable a la madre, que puede haber sufrido mucho al tomar una decisión capaz de anular uno de los sentimientos más arraigados en la naturaleza femenina (y también masculina), la maternidad, y siempre merece nuestra comprensión y nuestro apoyo.
Feliz semana.
Javier Vidal-Quadras Trías de Bes