Hace unas semanas, en una cena, comentó uno de los comensales que, últimamente, dos amigos suyos habían salido del armario y, después de décadas de matrimonio, habían decidido dejar a sus mujeres respectivas e irse a vivir con otro hombre. Por lo visto, la presión social les había dirigido al camino del matrimonio, pero, al final, décadas después, se habían dado cuenta de que a ellos, en realidad, les gustaban los hombres y que no tenía sentido luchar contra esa tendencia. En el relato, muy comprensivo con los que salían del armario, eché en falta algo más de empatía con la que se quedaba dentro del armario con los hijos: la mujer. Y me dio por pensar en otras salidas del armario…

Como la de aquel marido que, después de veinte años de matrimonio y tres hijos, se había dado cuenta de que su matrimonio y su paternidad obedecían a presiones sociales que no le habían dejado manifestarse como realmente era. Llevaba toda una vida luchando contra su tendencia a la promiscuidad, pero, finalmente, se había dado cuenta de que él era así, promiscuo, y lo que de verdad le gustaba era acostarse con cuantas más mujeres mejor, siempre con su consentimiento, claro. Una educación represiva le había convencido de que tenía que luchar contra esa tendencia porque lo propio del amor, le decían, era la lealtad y la entrega, y las personas son algo más que meros objetos de placer…, pero él lo sentía de otra manera, era diferente, y solo veía a las mujeres como objetos de placer. Total, a quién hacía daño…, si ellas querían. Tenía que salir del armario y satisfacer su tendencia. Luchar contra ella sería violentar su naturaleza.

O la de aquel otro que solo disfrutaba cuando estaba solo. Desde pequeño, una educación opresiva y manipuladora le había insistido en que lo propio del ser humano era la sociabilidad y que tenía que hacer un esfuerzo por relacionarse con los demás. Pero, ahora, en la plenitud de la vida, había llegado a la conclusión de que él era diferente. Tenía que salir del armario si quería ser él mismo, de modo que abandonó a su esposa, se olvidó de sus padres y de sus hijos, que tampoco le necesitaban para nada, apartó a sus amigos de su horizonte vital y se recluyó en sí mismo, encerrado en su habitación sin recibir a nadie. Luchar contra una tendencia tan arraigada como la suya habría sido inhumano. No quería ver a nadie. A nadie.

También pensé en aquella persona, pobrecita, con grandes dificultades para la acción y una tendencia innata, que a él le parecía invencible, a la pasividad (aquello que antes se llamaba pereza). Había ido a un colegio y recibido una educación paterna intolerantes, que pretendían convencerle de que el ser humano no está hecho para vivir las 24 horas en posición horizontal, cuando su sentimiento más íntimo le indicaba que él estaba hecho para no hacer nada y descansar en la cama. Total, ¿qué daño hacía siguiendo su tendencia? Así que un día se vio impelido por la fuerza de su naturaleza a salir del armario y hacer pública su condición de inactivo: no podía trabajar ni hacer nada porque su tendencia innata era la pasividad. Todos tenían que respetarla, decía, y llevarle la contraria era, sin duda, un acto de violencia contra él.

Se me ocurrieron muchas otras salidas del armario, pero no voy a aburriros más. Sólo lanzaré una pregunta final: ¿es bueno ser autocrítico con una tendencia e intentar integrarla en el conjunto de nuestra persona, de nuestra vida y convicciones, incluso luchando por superarla, cuando hemos llegado a la conclusión de que no es la más adecuada? ¿O es mejor dejarse guiar acríticamente por ella porque forma parte de nuestra autopercepción emocional? Ahí lo dejo…

Feliz fin de semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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