Esta semana he tenido el privilegio de impartir, un año más, una parte del módulo de Deontología Profesional en el Máster de Abogacía de la Universidad Abat Oliba, que siempre me da la oportunidad de compartir con mis alumnos interesantes reflexiones sobre la ética, la dignidad de la persona, la justicia, etc.
Entre los alumnos había una profesional de la medicina con bastante experiencia acumulada que había decidido estudiar derecho y, al principio, estaba un tanto sorprendida de que un abogado insistiera tanto en principios como la honestidad, la sinceridad, la proporcionalidad de los medios, la bondad de los fines, etc. Tenía la impresión de que esta integridad en la conducta era más propia de los médicos, juramento hipocrático entre medio, que de los abogados.
Admito que los abogados somos bastante responsables de la fama que tenemos. Por eso, junto con mis alumnos, he intentado profundizar en el ejercicio -por la persona antes que por el abogado- de la que, inspirado en Martin Rhonheimer, he llamado ética de virtudes, que consiste, en síntesis, en ir más allá de la norma, en busca del principio que la inspira y la virtud que tutela, para actuar conforme a estos más que en ciego cumplimiento de aquella.
Hace ya varios años que un abogado contrario, de gran prestigio profesional, al que afeé cierta actuación poco escrupulosa, me dijo que para él el abogado era “un mercenario del cliente” y tenía que hacer lo que aquel le pidiera e intentar ganar el caso a toda costa y por cualquier medio.
Es decir, según esta visión, el abogado deja de ser una persona (un fin en sí mismo, diría Kant) y se transforma en un instrumento, una herramienta, un arma arrojadiza en manos de su cliente. Yo pienso exactamente lo contrario. No todo vale. Quien actúa éticamente tiene que estar dispuesto a admitir la derrota antes de traspasar el confín de su conciencia, sabiendo que esa aparente derrota profesional es una victoria personal. Como concluíamos en la tertulia posterior entablada con dos alumnas: el abogado arrienda su inteligencia, pero no su conciencia.
Y quien dice un abogado dice cualquier persona, porque lo que está en juego en cualquier actuación nuestra es la persona y no su profesión. Karl Jung alertaba contra aquellos que se esconden tras su profesión o su cargo, que tantas veces acaba convirtiéndose en la compensación barata de una personalidad deficiente, de modo que, cuando se jubilan o dejan de ejercer, parecen haber perdido su personalidad.
La profesión médica de la alumna a que me he referido me ha traído a la cabeza una preciosa anécdota de Juan Pablo II que explicó Joaquín Navarro-Valls: “Después del atentado y los muchos días de convalecencia en el hospital sucesivos a la infección por citomegalovirus, el grupo de médicos que lo atendían discutían un día entre ellos sobre la posible fecha de la dimisión del enfermo. Quizás el Papa escuchó desde su habitación parte de aquella conversación. En un cierto momento, el Papa entró en aquella habitación. Cogió una silla y sentándose junto a los médicos les dijo: «Si me permitís, no podéis decidir vosotros solos sino que, por lo menos, debemos decidir esto juntos. El paciente es siempre sujeto de su enfermedad y no solamente el objeto de un tratamiento terapéutico»”.
Y añadía el autor: “si la síntesis de todas las exigencias éticas en las relaciones humanas es simplemente tratar a las personas como personas, se entiende por qué es diferente tratar un paciente como una persona con una propia historia y un propio futuro, o por el contrario tratarla como el «locus», el lugar de un problema técnico. Esta diferencia se hace evidente en el cuadro completo de la relación médico-paciente que incluye incluso aspectos aparentemente muy lejanos de la metodología médica tales como la forma amable del lenguaje, el tiempo reducido de la espera en los consultorios, la limpieza del ambiente, la paciencia y el interés con que se escucha al paciente, etc.”
En estos tiempos de pandemia ha sido fácil distinguir los médicos de los mercenarios. De esto hemos estado hablando esta semana mis alumnos y yo: de no dejarnos tratar ni tratar a nadie como objeto. En la educación de nuestros hijos este criterio cobra una importancia grande. De nuestra disposición e insistencia en enseñarles a tratar bien a los demás depende en buena parte que acaben viendo en los otros personas o peldaños de su propio ascenso personal.
Hasta la próxima.
Javier Vidal-Quadras Trías de Bes
👏👏👏gracias Buenas noches Un abrazo Gustavo
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Gracias, Gustavo!
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Excelente reflexión🤗👏👏👏
Gracias
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Muchas gracias!
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Rescato “el abogado arrienda su inteligencia, pero no su conciencia”, extrapolándolo a todas las profesiones. Buen aporte, felicitaciones.
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Gracias, Javier!
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Javier
La semana pasada volví a ver después de muchos años «un hombre para la eternidad» La conciencia no se vende.
Un abrazo
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Javier
La semana pasada volví a ver después de muchos años «un hombre para la eternidad» La conciencia no se vende.
Un abrazo
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Me gusta su reflexión. Totalmente de acuerdo como abogada no ejerciente.
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Muchas gracias, Isabel!
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Bueno, yo si creo que el abogado es escencialmente un mercenario, toda vez que es alguien contratado para estar del bando de una parte a cambio de dinero procurando el interés de su cliente, sin que el destino del mismo lo afecte personalmente. Es una acepción profesional pero no moral.
Incluso si usted no está dispuesto a trasgredir ciertos límites incluso los mercenarios lo hacen, todo se fija en el contrato del trabajo, los mercenarios también podían determinar que ciertas condiciones los liberaban de su contrato; eso es en esencia una imputación convencional que se acuerda en un contrato, es una obligación para ambas partes.
Contrariamente a lo que se pueda creer, los mejores mercenarios (los suizos) eran los que más limitaciones ponían en sus contratos, un mercenario suizo podía por contrato negarse a combatir en festividades religiosas, en terreno demasiado accidentado o contra enemigos específicos; ser un mercenario no implica necesariamente que este está obligado a un «todo vale» respecto a su cliente. Y esos eran los mejores mercenarios.
Peleamos en batallas que no nos competen, a cambio de una renumeración dineraria, eso es en esencia lo que nos hace mercenarios.
Si usted pone como condición no exceder ciertos límites, eso habla de su calidad de mercenario, no lo exime de su cualidad de mercenario.
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Muchas gracias por el comentario, Juan Pablo.
Muy interesante. ¡Toda una lección de historia! De todos modos, de sabios es ‘non curare de nominibus’, y me temo que el interlocutor al que me refiero en el post daba claramente a la palabra otro significado.
El post responde a esa connotación, muy extendida, que ha quedado asociada al vocablo en el imaginario colectivo: el mercenario como persona que no tiene principios ni valores propios. En el caso de los abogados, él se refería a que es el cliente quien ha de decidir acerca de los medios y los límites de la actuación de sus abogados.
Me temo que al ‘mercenario’ le pasa un poco como al ‘villano’, que empezó siendo quien vivía en una villa y ha terminado siendo una persona que actúa de forma ruin o cruel.
En cualquier caso, es un placer recibir comentarios como el suyo y conocer y rescatar el sentido originario de la expresión.
Muchas gracias por leer el blog… y por participar.
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