“Cuando uno no tiene presente a su amado, más arde y se consume a causa de lo amado, en cuanto que experimenta más el amor; aunque en la presencia de lo amado no sea el amor menor, sino menos percibido”.

No sé si cuando escribió esto Santo Tomás de Aquino estaba pensando en el amor a Dios, en el amor matrimonial, en el amor humano en general o en mi nieto Tomás, pero si a mí me preguntaran hoy qué he hecho esta primera semana de vacaciones, les podría contestar con una sola palabra, un nombre propio: Tomás, y no precisamente el Aquinate.

Como Fran, nuestro yerno, aún trabajaba, nuestra hija Alejandra y Tomás se han venido unos días con nosotros.

Lo bueno de tener un nieto de quince meses en casa es que la vida adquiere una tonalidad distinta y el tiempo se llena de un color y una actividad inesperados.

Recuerdo que, cuando nuestros tres hijos mayores eran pequeños, estábamos un día Loles y yo en una piscina, y yo, ingenuo de mí, sacaba el libro de la cesta de vez en cuando con la furtiva intención de leer unas líneas para, en un acto de sensatez, volverlo a meter acto seguido. A nuestro lado, un matrimonio experimentado, con hijos ya mayores, se compadeció, y el marido me dijo: “no te preocupes; llega un día en que de repente puedes volver a leer”. Y ese día llegó, aunque Tomás se ha empeñado a fondo estos días, gracias a Dios sin éxito total, en resucitar aquellos tiempos.

Un nieto es distinto. Amaneces simulando el rugido del león, recuperas todas las onomatopeyas olvidadas, silbas como un ruiseñor, fortaleces de nuevo el antebrazo y vuelves a gatear y a balbucear sonidos inextricables.

De pronto, una magia especial parece adueñarse del tiempo. Nada es lo que parece. Los adultos (algunos, por lo menos) se vuelven niños y la vida se torna juego en su mayor parte. El cero de tus sesenta años empieza a tambalearse, resbala y cae de repente, dejando al seis solo, haciendo las tonterías propias de esa edad desinhibida.

Y, sin embargo, un aprendizaje que han experimentado todos los abuelos es que la naturaleza es muy sabia y aconseja tener los hijos en la juventud, porque ese cero no desaparece, sino que está ahí, agazapado, y asoma de vez en cuando para anunciar que el niño se puede devolver a sus padres y el libro puede volver a ser abierto.

Mañana, Tomás se va una semana con los otros abuelos para permitirnos degustar otra vez la primera parte de la frase de su santo tocayo:cuando uno no tiene presente a su amado, más arde y se consume a causa de lo amado, en cuanto que experimenta más el amor”.

Quizás por eso el amor a los nietos es especial, porque se forja en la ausencia y se aquilata en la presencia. Al contrario de lo que sucede con el amor a los hijos, que se forja y se aquilata siempre en la presencia, en algunos periodos prácticamente sin tregua. Y, entonces, la presencia se hace tan intensa que es fácil que se cumpla el segundo inciso de la frase transcrita: «aunque en la presencia de lo amado no sea el amor menor, sino menos percibido«, y el amor no se acabe de percibir con la claridad que se esperaba.

Otra cosa, que nadie se confunda, es lo que sucede con el amor más grande, aquel en el que una intimidad apela a otra y las dos salen de sí para entregarse, fraguarse, aquilatarse y percibirse también en la presencia, que es donde son más ellos mismos y donde más se hacen cada día una sola carne. Por eso, cuando Tomás se duerme o se va con sus padres, la verdadera magia se hace realidad y yo me vuelvo a Loles, que es donde en verdad habito.

Feliz fin de semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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