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~ Ser y vivir en clave de familia

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Publicaciones de la categoría: Matrimonio

No necesito casarme

18 jueves Oct 2018

Posted by javiervq in Matrimonio

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Andaba yo todavía flotando a la estela de la celebración, íntima e intensa, de mis primeros 34 años de matrimonio, cuando ayer me topé con una interesante entrevista a Laura Pausini, cantante. La entrevista destilaba sentido común y mostraba a una persona luchadora, empática y con energía, a quien no se le ha subido el éxito a la cabeza.

Sin embargo, hubo una respuesta que me desconcertó y que solo puedo entender por las malas experiencias previas de engaños que tuvo la entrevistada. La respuesta inesperada siguió a la pregunta ¿qué tal con su actual pareja?: “Encantada de estos trece años y medio, día a día, y ahora con Paola… y no necesitamos casarnos. ¡Ella nos lo pide! Pero, por ahora, no”.

Y digo que me sorprendió por dos motivos. El primero, que no me encaja mucho con el perfil que muestra la entrevistada de persona que no teme los grandes retos. El segundo, porque nunca se me había ocurrido pensar en el matrimonio como necesidad. Y esta visión, nueva para mí, me ha arrojado no poca luz.

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Disfrutar de la vida

24 lunes Sep 2018

Posted by javiervq in Crecimiento personal, Hijos, Matrimonio

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“La medida en el amor está en amar sin medida” es una de las frases de san Agustín que uno ve escritas y dichas con frecuencia. Es bonito decir frases bonitas. Y también es fácil. Vivirlas ya es otra cosa.

Un momento en que se da una fuerte presión social para poner medida al amor es el periodo inmediatamente posterior al matrimonio, en caso de que este exista, claro. El momento de decidir la concepción del primer hijo.

“¡Pero, hombre, no os precipitéis! Disfrutad unos años de la vida y ya luego vendrán los hijos”, suele ser el consejo más escuchado en ese periodo. “¿No ves que ahora te quitará la libertad de los mejores años de tu vida y puede dificultar tu carrera profesional?”.

Desde luego, respeto la postura de quien así piensa. Pero ahora quiero dirigirme a quienes habiendo apostado por la vida sufren esa presión de todo su entorno.

A mí me sucedió algo parecido. Me casé muy joven (con 22 años) y me puse a estudiar una oposición (que después dejé para dedicarme a la abogacía), mientras mi mujer trabajaba. Ya esa decisión fue un notable escándalo en mi círculo de amigos. No se estilaba casarse tan pronto, y menos aún sin que el marido tuviera un trabajo fijo.

Pero en ningún momento se me ocurrió, se nos ocurrió, que debiéramos aplazar el nacimiento de nuestro primer hijo. Y eso que nos costó lo nuestro. Cada mes que pasaba sin que mi mujer se quedara embarazada suponía una gran decepción.

Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que lo que nos sucedía era justamente lo mismo que ocurre a quienes aconsejan, y ya aconsejaban entonces, esperar. La razón que nos movía a buscar denodadamente abrir paso a la vida en nuestro matrimonio era, paradójicamente, la misma: ¡queríamos disfrutar de la vida! Y pensábamos que la mejor manera de disfrutar de la vida era con la vida misma, con la vida que llevábamos en nuestras entrañas.

¡Y vaya si lo hicimos! Aún recuerdo con nostalgia aquellos años en que el tiempo del amor propio se deslizaba entre los dedos y se transformaba en amor paterno, a veces casi impuesto y a contrapelo, pero siempre con la fuerza y la intensidad de lo nuevo y maravilloso. Aquel tiempo en que leer un libro constituía una auténtica proeza y dormir ocho horas, un bendito regalo. Y, sin embargo, era un tiempo feliz, de abandono de sí mismo. Un tiempo en que percibías con inusitada intensidad que la vida te estaba regalando un crecimiento personal que ni el mejor gurú del mundo te podía proporcionar.

Aunque entonces yo no sabía expresarlo, amaba tanto a mi mujer que no era capaz de separar su persona de sus bienes. Y buscaba, acaso sin plena conciencia de hacerlo, todo aquello que la completara como persona y nos colmara a nosotros como matrimonio. ¿Y cuál era el bien fundamental sino la vida, la vida que intuíamos se escondía en nuestros cuerpos?

Gracias a Dios, mis amigos más próximos pensaban del mismo modo, aunque quizás debería decir que ninguno de nosotros lo pensábamos mucho: amábamos a nuestras mujeres y eso era suficiente. Veíamos natural que, junto con la diversión, el servicio, el tiempo juntos, las delicadezas, las caricias, los abrazos y la relación sexual, los hijos formaran parte de la esencia del amor matrimonial. Y, como todos teníamos hijos y estábamos igual de ocupados con ellos y en ellos, compartíamos anhelos y experiencias, agobios y alegrías. Nos acompañábamos en el camino de la vida y disfrutábamos de ella con mucha más intensidad, en parte y precisamente, gracias a los hijos que tuvimos sin poner límite ni trabas al amor, como Agustín de Hipona aconsejaba.

El tiempo también me ha mostrado que muchos de aquellos que decidieron aplazar sine die la llegada de los hijos y calcularon con la fría y torpe cabeza (¡que tan poco sabe de amores!) su trayectoria profesional, matrimonial y paternal, acabaron encerrados en su propio cálculo y, cuando se despertaron al amor completo, la naturaleza les negó o dificultó gravemente su programa.

La vida tiene una parte de misterio que nadie puede descifrar. Hay que aceptarlo. Ni en este siglo de las seguridades somos capaces de controlarlo todo. Mi consejo, pues, a los recién casados no puede ser otro que el de Agustín. No te engañes. Pon lo esencial primero. Ábrete al amor sin condiciones y no juzgues el futuro con tus capacidades del presente, que, cuando llegue a tu vida ese hijo tempranero, tu amor de padre y de madre te mostrará el camino a seguir con una nueva lucidez y competencia.

¡Y a disfrutar de la vida!

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Amor de taxista

13 jueves Sep 2018

Posted by javiervq in Matrimonio

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Hoy no me tocaba escribir el post, pero hay momentos especiales en la vida en que uno se siente como agitado por una intensa descarga espiritual, emocional o intelectual, una especie de confirmación que la vida te reserva, un rayo de luz que, de pronto, ilumina alguna verdad. Una inspiración.

Hay quien la siente en momentos espiritualmente fuertes, en un curso de retiro, haciendo una peregrinación o en actos colectivos de especial fervor. Pero no me refiero aquí solo a las inspiraciones más místicas, por decirlo de alguna manera, sino también a las que alumbran verdades estrictamente humanas. A mí me suele acontecer en los lugares más peregrinos: en la ducha, en la bicicleta, camino del despacho, corriendo, en el tren o en el taxi. Inopinadamente. Debe de ser cosa de mi vocación de laico, tan metido en el mundo.

Hoy ha sido en el taxi. Y, como me llevaba a la estación del AVE, de vuelta a Barcelona, he aprovechado para escribirlo sin demora en el tren porque no quiero que se mitigue el efecto.

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Uniformes

10 lunes Sep 2018

Posted by javiervq in Hijos, Matrimonio

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En alguno de los múltiples cursos de Family Enrichment (orientación familiar) en los que he participado en mi vida aprendí la diferencia entre responsabilidad y ejecución en lo que se refiere a las tareas del hogar y la familia.

La responsabilidad es (ha de ser) siempre compartida entre marido y mujer. Ambos han de decidir de mutuo acuerdo su propio estilo, ir concretando las distintas tareas y obligaciones domésticas y, después, distribuirlas y asignar su ejecución a quien corresponda. Pero la responsabilidad no termina ahí: consiste no solo en decidir y asignar las tareas, sino, sobre todo, en exigir que se cumplan por el encargado.

Quién sea el encargado no tiene mayor importancia: el que corresponda según las circunstancias de la familia. Puede ser alguno de los hijos, de los padres o la persona que ayuda en casa, si la hay. Ejecutar las tareas es lo fácil. Lo que más cansa es responsabilizarse de que se cumplan… y por el encargado, sin suplirle cómodamente, que cuesta más exigir a los hijos que hacer las cosas por ellos.

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El Cielo son los otros

29 miércoles Ago 2018

Posted by javiervq in Crecimiento personal, Familia y sociedad, Matrimonio

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En un lugar de esta tierra de cuyo nombre no quiero acordarme, una persona cuyo rostro he olvidado me describió el otro día un programa de televisión cuyo título sí retuve aunque intentaré no recordar: First Dates. Lo vino a definir como una feria de los egoísmos más burdos, en que se ponen en contacto dos personas que se dedican a buscar un apéndice para sus vidas, un títere que les acepte sin pretender de ellos ningún esfuerzo, mucho menos algo que lejanamente se parezca al amor.

Este comentario divertido en una comida de amigos me trajo a la memoria una frase que se ha convertido en un lugar común aceptado acríticamente en la concepción actual de la libertad: “mi libertad termina donde la de los demás empieza”. Se trata de una visión individualista de la libertad humana que, como afirma Bellamy, considera la sociedad como una yuxtaposición de libertades en la que las libertades de los demás se presentan como una amenaza constante a la mía. Ciertamente, si mi libertad termina donde comienza la de los otros, la convivencia en sociedad es un juego de suma cero (cuando uno gana, otro pierde) en el que, cuanta más libertad tienen los que me rodean, menos tengo yo y viceversa, de modo que he de estar siempre atento a defender mi propia parcela de libertad, no vaya a ser menoscabada por la libertad ajena.
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Amor que engorda

06 lunes Ago 2018

Posted by javiervq in Matrimonio

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“Hasta septiembre…, más morenos y más gordos”, me dijo, con crudo realismo, una compañera de despacho cuando se despedía para irse de vacaciones.

El régimen o dieta prevacacional, la llamada “operación bikini”, es ya un lugar común en los medios durante las semanas, ¡y hasta los meses!, previos a las vacaciones de verano y de Navidad. Importa estar en forma. Nadie lo pone en duda, aunque en ocasiones constituya una tremenda paradoja: ¡dejar de comer para poder comer! Nuestra sociedad moderna, bienestante y opulenta acepta sin problema alguno esta universal y comercial batalla contra la gula -porque de eso se trata: de poner la gula a raya-, siempre que sea para elevar la autoestima y poder exhibir la mejor figura posible enfundada en nuestro indiscreto bañador. O para estar en condiciones de poder disfrutar sin cortapisas de todos los placeres propios de las vacaciones, habiendo conseguido un margen aceptable para el engorde con un previo y exigente adelgazamiento.

En cambio, hay otro tipo de regímenes que no se entienden tan bien. Por ejemplo, como ya he dicho en otras ocasiones, yo tengo un hermano monje. Y, por extraño que parezca, mi hermano hace régimen por amor…, pero no por amor a sí mismo, sino por amor a Dios. Quizás sería más exacto decir que «le hacen» el régimen, porque, al ser monje mendicante, come lo que le dan aquellos a quienes pide.

“¿Cómo? ¿Régimen, un monje? ¿Para estar en forma? ¡Y qué le importará a Dios la figura de un monje ‘contemplativo en medio del mundo de la pobreza’!”, podría objetar cualquier nutricionista aficionado. Y mi hermano le contestaría algo así: “Lo mismo que me importa a mí: nada. No me abstengo de los manjares para modelar mi cuerpo, sino para esculpir mi alma y mi entera persona. Yo quiero estar en forma para Dios y para mis hermanos los pobres, quiero estar ágil y presto para entregarme a ellos en cualquier momento. Y, sobre todo, no quiero que los alimentos y las bebidas se conviertan en mis pequeños y caprichosos dioses, se adueñen de mí y me acaben llevando por donde ellos quieran”. Probablemente, mi hermano daría, además, alguna razón aún más sobrenatural, conectada con Jesucristo, que por algo es monje católico, pero entrar ahora en este terreno excedería el objeto de este post.

Lo interesante para nosotros es que este régimen monacal se puede transformar en matrimonial. ¡Régimen por amor a mi mujer! La verdad, parece mucho más atractivo e interesante que lo de la “operación bikini”. Y, si bien se piensa, no es una opción, ¡es una exigencia del amor! En el fondo, de cualquier amor, pero muy en especial del amor matrimonial.

El amor a mi mujer, a mi marido, en efecto, me exige estar en forma para ella o para él. No que tenga una figura esbelta, de anuncio, lo que no depende solo de mi voluntad; sino que tenga un cuerpo y un alma, sean como sean los que me ha regalado la naturaleza, en la mejor forma posible para poder amar. Que no me abandone. Que conserve la mayor agilidad posible para poderme levantar enseguida y sin esfuerzo cuando haya que hacer algo en casa. Que no me entregue cada tarde del verano largas horas en brazos de Morfeo para que mi cuerpo pueda asimilar los litros de alcohol y los kilos de alimento ingeridos a destajo. Que pueda olvidarme de mis antojos de gourmet aficionado para centrarme en los deseos de aquellos a quienes amo. Que sea capaz de ofrecer una sonrisa cuando un día cualquiera de verano no pueda disfrutar del grado exacto de frío con que a mí me gusta la cerveza. Que pueda ceder sin especial dramatismo el último trago de mi cantimplora al volver de una excursión o el último sorbo de mi bebida refrescante regresando de la playa, cuando el calor y el cansancio se empeñan en tomar las riendas de mi voluntad antojadiza. Y muchas cosas más, porque la gula, aunque ya casi ni se reconozca como vicio, es mala compañera en esto del amor.

Naturalmente, se trata de una disposición habitual, que no excluye, sino que reclama como manifestaciones también evidentes de amor, las licencias propias de quien ama de verdad, que invitan a disfrutar al máximo de los buenos momentos que podamos regalarnos para alimentar y hacer crecer nuestro amor. Ya se entiende. Se trata de amar… y también de ser amado. Por eso es cosa de dos.

¡Feliz verano!

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Amor encofrado

26 jueves Jul 2018

Posted by javiervq in Crecimiento personal, Familia y sociedad, Matrimonio

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Mi hija Belén, de 19 años de edad, está en la India, con un grupo de jóvenes, haciendo un voluntariado (ellos prefieren llamarlo compartiriado) organizado por una asociación que se llama Hakuna, impulsada por un sacerdote católico: José Pedro Manglano (Don Josepe para los amigos). Bueno, lo de ‘grupo’ de jóvenes es un eufemismo, ¡porque son 200! Para que sepamos que siguen con vida y cómo sigue su vida, nos van mandando, a los padres, las cartas que van escribiendo algunos de ellos.

En una de las últimas, después de describir con realismo las calles de Calcuta, las ratas correteando, los cuervos graznando, las basuras exhibiéndose sin rubor y los mil hedores pugnando por sobresalir, hay frases como estas: “a la gran mayoría de pacientes que hemos tratado, Dios les ha entregado una cruz con la cual han tenido que cargar toda su vida cargada de miseria, falta de amor y tristeza” (…) “Nosotros tenemos la suerte de tener familias maravillosas que nos lo han dado todo sin dar nada nosotros a cambio. Una de las lecciones que hemos comprendido es la necesidad de dar sin tener que recibir nada a cambio, nos sentimos tan agradecidos”.

La pregunta, en un blog dedicado a la familia y al matrimonio, y retomando ya la serie de posts sobre el amor y sus opuestos, es inevitable: ¿por qué nos olvidamos tan fácilmente de que es posible dar sin tener que recibir nada a cambio? ¡Qué extraña suena esta frase en nuestro entorno! Nos hemos acostumbrado a vivir una caricatura del amor, un supuesto “amor” egocentrado, exigente y caprichoso. ¿Qué le ha pasado al amor en Occidente que se parece más a una exigencia que a una entrega? ¿Será necesario ir a Calcuta para volver a aprender a amar?

De eso va el post de hoy, del amor avaro. Una contradicción en los términos y, sin embargo, una experiencia diaria. Es el ‘amor’ de la primera persona, el de ‘mis’ derechos, ‘mi’ fama, ‘mi’ prestigio, ‘mi’ orgullo herido, ‘mi’ tiempo, ‘mi’ carrera, ‘mi’ deporte, ‘mi’ realización personal, ‘mi’ seguridad, ‘mi’ dinero, ‘mi’ futuro, ‘mi’ jubilación, ‘mis’ planes de pensiones… y, después, si encajas en todo esto, y solo entonces, vendrás ‘tú’.

Ego, ego, ego, ego…
Y va balando el borrego.

¡Qué poco original! Andar todo el día a vueltas con uno mismo. Vivimos en el siglo y en el lugar de las seguridades y estamos intranquilos, nos falta siempre algo, nos sentimos vacíos. Y algún joven desprendido nos tiene que recordar de vez en cuando que, sí, ¡se puede ser feliz en un centro de tuberculosos de Calcuta!

Y, claro, por ese camino de comodidad, seguridad, tranquilidad y desarrollo personal se nos acaba marchitando el amor.

Nos hemos creído tanto aquello de “nadie da lo que no tiene” que nos hemos centrado en tener y nos hemos olvidado de dar. Habrá que recordar una vez más que, cuando de amor hablamos, es igualmente cierta la afirmación contraria: “nadie tiene lo que no da”. Lo que no se entrega, lo que se conserva y se guarda para uno mismo se pierde para el amor. El tiempo que no regalamos, la sonrisa que no ofrecemos, el beso que no damos, la incomodidad que no aceptamos, la aventura que no emprendemos, la locura que no vivimos en esa disparatada, ¡y tan humana!, osadía de un amor que no calcula la intensidad de su entrega…, todo esto caduca y se pudre en nosotros para siempre.

Hay amores encofrados, que van acumulando objetos en el cofre de su propio esplendor. Pero todo el mundo sabe que los cofres que no se abren acaban siempre en el desván con sus abalorios roídos y apolillados. ¡Cuánta razón tenía santa Teresa de Calcuta!: quien no vive para servir, no sirve para vivir.

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Amor airado

05 jueves Jul 2018

Posted by javiervq in Crecimiento personal, Familia y sociedad, Matrimonio

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Cuentan que Julián Marías se dirigía en una ocasión a la universidad con un amigo, se detuvo a comprar el diario en su quiosco habitual y el quiosquero, malhumorado, le trató a cajas destempladas. Julián Marías, en cambio, le respondió con exquisita educación, como si aquello no fuera con él. El amigo, entre sorprendido e indignado, le preguntó después si aquel hombre era siempre así y quiso saber por qué él no le pagaba con la  misma moneda. Julián Marías le explicó entonces que no le compensaba: había decidido hacía ya tiempo que no iba a permitir que aquel hombre malcarado decidiera su propio estado de ánimo, de modo que, fuera cual fuera el que él tuviera esa mañana, nunca lo variaba como consecuencia de las provocaciones del quiosquero, que era, ciertamente, un hombre amargado.

Afirma Aaron Beck en alguno de sus libros: “cuando las parejas se pelean, se establece una progresión: primero, perciben que han sido agraviados de alguna manera; segundo, se enojan; después se sienten impulsados a atacar; y, por último, atacan. Es posible interrumpir esta secuencia en cualquier etapa”.

En efecto, en cualquier momento de la estructura psíquica del enfado podemos intervenir eficazmente…, aunque cada paso lo hace más difícil.

Mi consejo, por lo tanto, es centrarse en el primero, que somos nosotros mismos. Es evidente que, si no hay agravio, no hay enfado. Es un ejercicio interesante. Demasiadas veces estamos tensos por alguna razón que no acertamos a concretar y esa tensión intensifica nuestra susceptibilidad y magnifica los agravios.

Creo que el primer paso para mejorar en nuestra gestión del enfado es conocer los enemigos de nuestra paz emocional. Y me refiero al enfado interior o exterior, porque, aunque en determinadas personas no se manifieste, sigue estando ahí. No hace falta ser psiquiatra. Con el tiempo y un poco de entrenamiento, uno acaba conociéndose.

Por ejemplo, yo tengo comprobado que, cuando me espera un acto público, sea una conferencia, un juicio oral, un speech o una simple charla, lo que, por mi profesión y ocupaciones habituales, sucede con bastante frecuencia, tengo riesgo de especial susceptibilidad. Pero también tengo contrastado que, si las preparo con antelación (lo que no siempre es posible), soy capaz de reducir y hasta eliminar la tensión aneja a la inminencia de estos eventos.

Comprendo que, para muchos de los lectores, lo que acabo de decir resulta una Perogrullada, pero a mí, que debo de ser un poco tocho en esto de la gestión de las emociones, me ha costado años llegar a esta conclusión y descubrir que la gran mayoría de mis enfados (interiores, porque no suelo exteriorizarlos) durante esos períodos obedecen a esa causa.

Y, solo por el hecho de saberlo, puedo (no siempre lo logro) conseguir dos interesantes efectos: desasociar la conducta de los otros de mi propio enfado, es decir, no atribuir mi estado de ánimo a los demás, y llegar a no percibir esos agravios que antes me irritaban.

Esto segundo es muy interesante y puede extenderse a todos los periodos de nuestra existencia, sin limitarse a los de especial tensión. Consiste en aquello tan simple y tan difícil de olvidarse de uno mismo, reclamar el derecho a no tener derechos, del que creo haber hablado ya en algún otro post. Si uno no se cree con derecho a nada, no hay nada que le moleste, porque todo se convierte en un regalo.

Quizás este nivel es pedir demasiado (aunque yo conozco a un par o tres que parecen haberlo alcanzado), pero ir eliminando agravios tontos, que no son tales y que obedecen a nuestra tantas veces exagerada autoestima, léase soberbia, que tanto nos molesta rebajar, tampoco es tan complicado. Eso sí, requiere lápiz y papel, agenda digital o una buena memoria.

Por ejemplo, a partir de ahora, no me enfadará que mi hijo adolescente utilice conmigo expresiones habituales que usa con sus amigos. Le corregiré, naturalmente, pero no alterará mi humor. Tampoco me enfadaré ni me desanimaré cuando mi mujer o mi marido vuelva a informarme tardíamente de un plan que nos compromete a los dos. Se lo diré y le pediré más delicadeza y el uso de los recursos que la tecnología ha puesto a nuestro alcance para suplir la falta de memoria, pero no alterará mi estado de ánimo.

¿Y por qué no me alterará?, podríamos preguntarnos. Porque lo he decidido de antemano y mi mente lo ha procesado. Hacerme de nuevo cada día. Sencillo y apasionante, como el amor. Un verdadero reto. Casi un atrevimiento.

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Amor y lujuria

27 miércoles Jun 2018

Posted by javiervq in Crecimiento personal, Matrimonio

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En algunos posts anteriores he insistido en la importancia de entregar el espíritu junto con el cuerpo porque, siendo la persona humana una e indivisible, no es posible la entrega cabal del primero sin la del segundo. Al estar el cuerpo y el espíritu inescindiblemente unidos, allá donde uno va el otro le acompaña.

Por esta razón, la persona toda sufre cuando se trata al cuerpo como un mero objeto de placer, pues el espíritu no es ajeno ni queda al margen de esa infrautilización, de esa cosificación y le acaba afectando todo lo que sucede al cuerpo.

Entonces, podríamos preguntarnos, ¿cómo sabemos que no estamos infrautilizando nuestro cuerpo o el de otra persona? ¿Cuál es el indicador que permite distinguir un uso adecuado del cuerpo en la relación sexual? Porque, exteriormente, el acto sexual es el mismo entre dos que se acaban de conocer, dos que dicen buscar quererse y dos que se quieren de verdad. ¿Cuándo y en qué circunstancias el acto sexual, placentero por naturaleza, es o deja de ser lujurioso?

Una de las diferencias entre el ser humano y las cosas es que estas pueden ser un medio para alcanzar un fin, mientras que aquel tiene una dignidad que impide (moralmente hablando) su utilización solo como medio, como instrumento para un fin. No puedo (debo) burlarme de una persona por el placer de ver reír a mis amigos. Ni usurpar el trabajo de un compañero para subir un peldaño en mi empresa. Las personas no son instrumentos a mi servicio.

Por la misma razón, no puedo (debo) utilizar un cuerpo humano como mero objeto de placer, como si de un manjar o de un objeto de consumo se tratase. Primero, naturalmente, he de respetar su voluntad. Pero no basta con eso: hay más. Ninguna voluntad humana puede (debe) decidir acerca de su propia dignidad. Una voluntad que, por ejemplo, decidiera esclavizarse y venderse como objeto, estaría tratándose indignamente, estaría equivocada.

Del mismo modo, una voluntad que decidiera tratarse a sí misma -es decir, a su cuerpo inescindiblemente unido- como mero objeto de placer, se estaría tratando indebidamente porque la persona merece ser amada por sí misma y no solo por el mero placer o satisfacción (incluso afectivo) que genera. Y si dos decidieran usar recíprocamente sus cuerpos de esta forma, los dos estarían tratándose, a sí mismos y al otro, inadecuadamente. El reproche moral, podríamos decir, se duplicaría, porque aquí son dos, y no uno solo, los que se tratan indignamente.

Entonces, ¿cuándo se tiene la certeza moral de que no se utiliza el cuerpo, sino que se ama a la persona? Cuando hay una decisión de amar para siempre. En ese momento, deja de ser mi interés, mi satisfacción personal la que reclama la entrega del cuerpo en lo más íntimo. La otra persona puede tener la certeza de que no es mi intención utilizar su cuerpo como mero objeto de placer sexual ni contemplarla a ella como medio para mi satisfacción personal, por la sencilla razón de que se lo he dicho: he prometido amor para siempre a su persona. Le he demostrado con mi promesa que su persona y no mi satisfacción es lo que me mueve a amarle, y, precisamente por eso, puedo amarle para siempre con independencia de mi propio interés. Me pongo a su servicio y le ofrendo todo lo que soy.

En ese momento, la contemplación y entrega de los valores sexuales se transforman en una invitación a la dación mutua: no es una utilización, un préstamo; sino un regalo, una donación.

En el matrimonio, el pudor sexual no es necesario porque tenemos la seguridad de que nuestro marido, nuestra mujer, que nos ha prometido amor para siempre, no nos ve como un mero objeto de placer. En el matrimonio, el pudor corporal se sublima, se transforma en delicadeza. Y, a partir de este momento, esta delicadeza se convierte en el nuevo indicador que determina la bondad de nuestros actos sexuales.

El resquicio por el que la lujuria se introduce en el matrimonio no es ya la búsqueda del placer sexual, que es lo propio y lo que enriquece y humaniza las relaciones sexuales en un contexto de amor verdadero, sino la falta de respeto y delicadeza. Cuando un marido o una mujer abordan la relación sexual en el matrimonio sin tener en cuenta la circunstancia, el deseo y el estado de ánimo de su cónyuge, buscando solo su propia satisfacción sexual, cuando no buscan la unión sino la utilización, entonces le está degradando a mero objeto de placer. Y en eso consiste la lujuria en el matrimonio: no en experimentar el placer unitivo que fortalece la relación, sino en buscarlo de manera egoísta por sí mismo y con olvido, menosprecio o desprecio del otro.

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El bien del otro

24 jueves May 2018

Posted by javiervq in Crecimiento personal, Matrimonio

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Como prueba de lo poco que hemos cambiado los seres humanos en los últimos siglos, una de las definiciones de amor que ha tenido más aceptación en la historia del pensamiento tiene una antigüedad de más de 2.300 años: “amar es querer el bien del otro en cuanto otro”. Y se la debemos, cómo no, a Aristóteles.

Querer el bien del otro es, en efecto, lo propio del amor, pero no basta. Es una premisa necesaria pero no suficiente. Con un ejemplo se ve enseguida. Había previsto un plan especial con mi mujer esta noche y me llama a media tarde diciéndome que su madre no se encuentra bien, que tiene que ir a cuidarla y que, si no la ve bien, tendrá que quedarse a dormir con ella, que me llama en un rato y me dice. Tras la llamada, yo deseo intensamente la inmediata curación de mi suegra, incluso rezo por ella. Quiero su bien, diría Aristóteles, pero por no en cuanto ella (por razón de ella) sino en cuanto yo (por razón de mí). Es decir, su bien es un medio para conseguir el mío. Probablemente, Kant añadiría aquí que, al no tratar a mi suegra como un fin en sí misma, sino como un medio, la estoy degradando como persona, lo que también me hace a mí indigno de esta condición. ¡Qué barbaridad! ¿Todo esto solo por querer estar con mi mujer?

Es normal que nuestras intenciones no sean siempre puras, sino que estén transidas de emociones e intereses propios, pues, como dijo Enrique Rojas, nadie que no sea una almeja piensa en el vacío emocional. No hay que preocuparse. Son reacciones humanas. Pero también es humano, incluso más, enmendarlas y, aunque la primera reacción pueda tener un tinte egocéntrico, se puede enderezar rectificando la intención. No pasa nada, es un buen ejercicio que nos irá perfeccionando como personas. Con la suegra a lo mejor no es tan fácil, pero no hay que desesperar, todo es posible… En mi caso, por ejemplo, sí era fácil. Y lo sigue siendo, porque, desde que está en el Cielo, solo hago que pedirle ayuda.

Pero la definición de Aristóteles da mucho más juego. ¿Qué es querer el bien de otro? Hay muchos amores que se quedan en la persona del otro, lo cual está muy bien, pero hay que trascenderla. No solo hay que amar a la persona sino también los bienes (se entiende que me refiero preferentemente a bienes espirituales) que está llamada a poseer. Su bien y sus bienes.

Los amores que se detienen en la persona y se encierran en ella corren el riesgo de transformarse en amores posesivos y de acabar viendo al otro como una pertenencia. Esta actitud está detrás de muchos actos de violencia matrimonial o de pareja. Y nuestros jóvenes están especialmente expuestos porque la sociedad les presenta con demasiada frecuencia una parodia de amor que consiste en la posesión inmediata del cuerpo como un objeto de placer, sin contemplar a la persona en toda su profundidad.

Querer el bien del otro consiste, por el contrario, en ayudarle a que se desarrolle como persona, en presentarle los bienes culturales, profesionales, personales o espirituales que le están esperando para hacer de él o ella mejor persona y en invitarle a luchar por ellos. Es animarle y empujarle, si hace falta, a alcanzar las grandes cotas que Dios tiene pensadas para ella. Es allanarle en lo posible el camino de su desarrollo personal sin renunciar a mostrarle sus carencias y puntos de mejora. Es confiar en él o ella en todo lo que haga. Y es pensar siempre en su bien antes que en el nuestro, sabiendo que su crecimiento personal será nuestra mayor conquista, pues, si nuestra naturaleza y nuestro destino es el amor, cuanto más amemos más nos amaremos.

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