Descubrí la diferencia entre el bien y el valor cuando, en los comienzos de mi carrera profesional, un cliente planteó una peculiar consulta. Quería dejar en vida todo su patrimonio a su mujer y a sus dos hijas pequeñas. Desposeerse de todo. ¡Qué generoso!, pensé, hasta que aclaró el motivo: había descubierto su vocación y quería dejar a su esposa e hijas para irse como misionero laico a un país del Tercer Mundo.

Lo que parecía un acto de generosidad se había transformado de pronto en un acto de búsqueda de la propia realización personal a costa de la felicidad ajena. Fallaba lo que San Agustín había llamado el ordo amoris, la jerarquía de los amores, porque dejar de amar a los cercanos, a quienes se ha prometido amor, por razón de los extraños, por más que se vista de generosidad, no deja de ser una actitud egocéntrica, en la que el fin soy yo y los medios o instrumentos para lograrlo, los otros, que devienen intercambiables.

El bien es lo que objetivamente conviene al ser humano. La generosidad, la entrega a los demás es, por lo tanto, objetivamente, un bien. El valor es, en cambio, “lo que ‘aparece’ como bien, y naturalmente para mí y según mi situación”, explica Carlos Cardona; la concreción, la individualización del bien general según mis circunstancias personales. Pero, para que siga siendo valor, ha de estar anclado al bien y a la valoración objetiva de mis circunstancias, porque si mi interés personal lo transmuta, puede llegar a parecerme valor lo que, siendo objetivamente un bien, deja de serlo ‘para mí, ahora’, como sucede en el ejemplo.

Ahora bien, el valor tampoco es suficiente para educar, ni para amar. El valor es lo que se descubre como valioso y pide simplemente ser descubierto y contemplado. Para vivir un valor hace falta la virtud, que se adquiere habitualmente a fuerza de repetir actos buenos. Según José Antonio Marina, la educación en virtudes fue abandonada “de manera estúpida” por considerarla vinculada a la religión, aunque no tiene su origen en el cristianismo sino en la cultura griega. En un intento por secularizar esta idea se empezó a hablar de “educación en valores”, lo que, para este autor, supone un reduccionismo y resulta “muy teórica, muy descafeinada y muy poco eficaz”. La virtud es, en efecto, según una definición clásica, la realización de las posibilidades humanas en el aspecto natural y sobrenatural. La virtud otorga, por tanto, la capacidad de vivir un valor.

Esta semana vienen los Reyes Magos…, y todos queremos ser generosos. La generosidad, qué duda cabe, es un bien. Pero hay que hacer de ese bien un valor; es decir, transformarlo en regalos que realmente, según nuestras circunstancias, las de nuestros hijos y las de la sociedad en que vivimos, sean un auténtico valor, y no necesariamente material. Y después, desde el minuto inmediatamente posterior a la apertura de los regalos, vivir esos valores con la fuerza de la virtud, para que nosotros y nuestros hijos sepamos ser agradecidos y pongamos nuestros regalos (talentos, capacidades…) al servicio de los demás, porque una virtud sin amor fácilmente se degrada en fría competencia.

Que los Reyes traigan muchas cosas buenas…, ¡y también se lleven algunas malas!