En su obra El Banquete, Platón, tratando de explicar la atracción sexual, concibió el mito del andrógino. El andrógino era un ser con cuatro piernas, cuatro brazos, dos rostros en una sola cabeza y dos sexos, diferentes o repetidos. Los andróginos se rebelaron contra los dioses del Olimpo, y Zeus, para debilitarlos, los partió por la mitad, dejando solo hombres y mujeres. Desde entonces, buscan su otra mitad. Esto explicaría la atracción de los sexos, y también la homosexualidad, pues algunos andróginos tenían el mismo sexo en las dos mitades.

La Biblia, en cambio, relata cómo Dios, viendo que no era bueno que el ser humano estuviera solo, le indujo un profundo sueño y lo volvió a crear como varón y mujer para que se entregaran el uno al otro. Es decir, les hizo don recíproco, ayuda adecuada.

El cuerpo humano expresa esta naturaleza de don y entrega mutua que impregna lo corporal y también lo espiritual. Como dije en otro post, el cuerpo del varón no se entiende sin el de la mujer y viceversa. Algunos órganos solo cobran sentido a la vista del cuerpo del otro sexo. Y solo en el encuentro de dos cuerpos de sexo distinto germina la vida. Por eso, Adán, después de la decepción de no encontrar ningún animal como él, al ver a Eva, pudo exclamar, en lenguaje bíblico: ¡esta sí que es como yo!

La siguiente dimensión de la familiaridad que quería tratar, tal como anuncié [aquí], es la identidad sexual.

La ilusión de inmortalidad y omnipotencia ha sido una constante en la humanidad, sobre todo en aquella parte de la humanidad que ha confundido a Dios con estos dos atributos. La esencia de Dios, lo constitutivo y nuclear de su naturaleza divina no está en ellos sino en en el amor, pero esto es harina de otro costal, que ya traté [aquí].

El psicoanálisis ha detectado la existencia de una pulsión hacia la bisexualidad como una de las respuestas a esa ilusión de omnipotencia, como si la apertura a los dos sexos pudiera transformar al hombre, de nuevo, en un andrógino y le permitiera liberarse del condicionamiento sexual biológico. La pulsión puede estar ahí, como tantas otras (la pulsión a la inactividad, la pulsión a aislarse en uno mismo, la pulsión a comer o beber en exceso), pero es el ser humano, cada ser humano, el que ha de decidir si es adecuada a su naturaleza sexuada y si conviene o no encauzar su sexualidad hacia el sexo que le complementa.

En la familia, el ser humano descubre experiencialmente y sin necesidad de reflexión que su yo procede de un hombre y una mujer que se han necesitado mutua y complementariamente para procrearle, y le es más fácil comprender ‘naturalmente’ que él no es una totalidad, sino una polaridad, y una sola de las dos que existen.

“El homosexual varón no puede aportar el rostro femenino de lo humano aunque lo “imite” (y crea sinceramente que lo siente), porque no lo vive desde dentro, como experiencia corpórea y psicológica desde su origen”, afirma Francesco D’Agostini en Elementos para una filosofía de la familia.

Esta dimensión de la familiaridad ubica al hijo en uno de los dos sexos y le pone en relación con el otro, ya sea el de sus hermanos y hermanas, el de su madre o de su padre. De esta forma, le ayuda a no confundir la identidad sexual con las preferencias o tendencias sexuales, que pueden obedecer a múltiples factores psicoafectivos y biográficos.

Feliz fin de semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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