Una de las tácticas de las ideologías para disfrazar la realidad es la utilización de eufemismos. Por ejemplo, desde la Conferencia Internacional de Población y Desarrollo celebrada en El Cairo en 1994 se insistió en la salud reproductiva como “la capacidad de disfrutar de una vida sexual satisfactoria y sin riesgos, y de procrear, y la libertad para decidir hacerlo o no hacerlo, cuándo y con qué frecuencia” (CIPD, El Cairo). Una descripción con la que es fácil estar de acuerdo. De hecho, muchos matrimonios lo intentan vivir a diario: con la fidelidad procuran eliminar riesgos para su salud reproductiva y con la libertad y el conocimiento de sus cuerpos procuran tener una vida sexual rica y satisfactoria y decidir cuándo tener cada hijo. Nada nuevo bajo el sol.

Sin embargo, en muchas políticas, el aborto, cuyo fin inmediato es terminar con la salud y la vida de un ser humano, se acaba colando como un derecho de la salud reproductiva de la mujer. No voy a entrar hoy en el tema del aborto; era a título de ejemplo. Quiero hablar de la tercera dimensión de la familiaridad: la progenitorialidad o fecundidad, que, naturalmente, no se agota con la reproducción.

Como principio, a mí no me gusta hablar de reproducción cuando se trata del ser humano. Prefiero hablar de procreación, es decir, participación en un acto creador. Se reproducen los animales, que se limitan a producir, aquí sí, un nuevo ejemplar de la especie.

Procrear significa algo más. Implica generar las condiciones para que surja una realidad nueva, inédita en el universo, que no estaba anticipada en las células del varón y de la mujer que se unieron en el acto procreativo. Un alma, un espíritu que tendrá conciencia de sí y que surge milagrosa y exclusivamente solo en el cuerpo humano. ¿Quién lo pone ahí? ¿De dónde procede? ¿Dónde estaba antes? ¿Cómo crece? Nadie tiene respuesta a estos interrogantes. Un caballo y una yegua se juntan y nace un potro que no tiene ni tendrá intimidad ni conciencia de sí ni sabrá nunca qué es. Un hombre y una mujer se juntan y nace una persona. No hace falta decir más.

Esta dimensión de la familiaridad implica la maternidad y la paternidad en el origen (la concepción) y en el desarrollo, porque no se trata de dar la vida y olvidarse, sino de cultivarla para que logre alcanzar las más altas metas que a cada persona corresponden. El hombre es aquel que ha de llegar a serlo, decía Karl Jaspers, y la familia el entorno adecuado para hacerlo, su hábitat natural, añado yo.

La progenitorialidad se puede llamar también verticalidad familiar, y es una dimensión insustituible para lograr lo que todos los expertos aconsejan y no saben cómo conseguir: el encuentro entre generaciones, que algunos sociólogos llaman la función diacrónica de la familia.

Se han ensayado muchas propuestas, pero solo la familia unida es capaz de generar de verdad ese encuentro. Como decía aquí; ¿alguien ha visto a un consejero delegado de una multinacional reptar por el césped persiguiendo a un mocoso de dos años o a una abuelita de 85 años bailar un rap con un mozalbete de 16 años en algún lugar que no sea la familia? He de admitir que con un nieto como el mío vivir esta dimensión de la familiaridad es muy pero que muy fácil, una gozada.

Pero, claro, para que la familia apueste por esta dimensión hace falta insistir una y otra vez en que un hijo es siempre un bien, un don y no una carga o un atentado contra la salud reproductiva de la madre. Tenemos camino por recorrer.

Buen fin de semana.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes

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