En el post pasado hablaba del vértigo ante la decisión de amar para siempre. Hoy quiero hablar del día después, el día siguiente a haber decidido entregar la vida.
En las últimas semanas he tenido la fortuna de asistir o seguir más o menos de cerca dos tomas de hábito, una decisión de entrar en el seminario, algunas bodas y varias invitaciones a futuros casamientos. También he vivido de cerca varios casos de voluntad decidida de salvar una relación en peligro. Con distintos matices, todas son decisiones de amor, de amor auténtico que no pone fecha de caducidad.
Y estoy muy contento porque veo que el amor para siempre tiene mucha más vitalidad de la que indican las estadísticas y los agoreros del amor.
En más de una ocasión he utilizado la imagen del salto en paracaídas como alegoría de la decisión de amar para siempre, pero me he detenido en la decisión de saltar. Si decides saltar, has tenido valor para hacerlo. Si no lo decides, no lo has tenido. No hay vuelta de hoja. Y yo sostengo que con la decisión de amar para siempre sucede algo parecido: si lo decides, puedes hacerlo; si no, difícilmente lo harás.